En el hampa

Capítulo I. Plata para ser el chucha

«Tales son las sendas
de todo lo que es dado a la codicia,
la cual quita la vida de sus poseedores».

La Santa Biblia, Probervios 1:19

—Cabros son, pues, ¿por qué no los voy a llamar por su nombre? Así le dije al puta.
—¿No te dijo nada el maricón?
—¿Qué me va a decir, pues?
—¿Y ese ojo?
—Otra vaina.
—En las huevadas que te metes, batería. ¿Por qué chucha no tienes una vida normal?
—No sé, pajero, no sé. Son huevadas que pasan. Un día estás en plan «H» y de pronto estás con la mierda hasta el cuello. ¿Qué hacer? Es lo que me tocó.
—Puta, man. Siempre se puede salir.
—No, cholo, no se puede salir… Invítame un cigarro.
—Toma.
—¿Y esa mancha?
—Es hachis, apago la pipa con el zippo.
—Chucha.
—¿Pido una botella más?
—Sí, pide tres. Yo las pongo.
—Estás generoso, puta.
—Pide nomás, pendejo, que estoy buena gente.
—Cómo te cambia el agua, rechucha.
—¿Qué agua? Asqueroso de mierda, yo me baño todos los días.
—Lo justo.
—Ya, huevón. Me voy a dejar de cojudeces. Escucha.
—Habla, perendeca.
—Tú dices que quieres ser escritor, ¿no?
—Sí, man, me gustaría.
—¿Te gustaría? ¿Vas a serlo o no? Conchetumadre.
—… Sí… creo que sí.
—¿De nuevo…? Oe, déjate de huevadas. Tienes que decir, ¡sí, mierda, lo seré! Ja, ja, pendejo…
—Ya mierda, deja de batirme. ¿Qué chucha pasa?
—Mira, batería. Esta huevada te la cuento para que la escribas. ¿Entiendes? Te la estoy contando para que la escribas, pendejo. Así que sí no piensas hacerlo, puta, dime de una vez, nos terminamos la chela y calabaza, calabaza.
—¿Qué hablas?
—Tú dime nomás, ¿lo vas a escribir?
—Sí, perra, sí.
—Mira, huevón. Al amanecer tengo que sacar la cola, así que acá nos quedamos hasta que termine, ¿te parece?
—Si no tengo de otra… ¿qué voy a hacer?… Pero habla, pendejo, ¿por qué te pones como nenita?
—Ya, conchetumadre, puta, pero es serio lo que te voy a contar, batería. No son cojudeces. Puta, si no me crees es tu roche, pero por esta que toditito es firme.

***

—Tú sabes cómo es cuando uno es chibolo, hacemos huevadas, nos pasamos de pendejos y terminamos metidos en cagadas; siempre es igual. Algunos hacen cojudeces, la palomillada del barrio, como meterse a la jato abandonada, ¿te acuerdas? Nos trepábamos toda la chibolada, que se alucinaba recontra pendeja, pero nada que ver, pues; venía serenazgo y qué chucha, ¿acaso esos mierdas podían hacer algo? Nada, pura boca, y nosotros, todos chibolos, nos palteábamos… puta madre. Me acuerdo clarito, causa, alucinando que éramos espiderman nos metíamos por el techo y luego nos descolgábamos dentro del patio de mierda. Tú eras cabro, me acuerdo que nunca entraste, te quedabas en el techo nomás. Pero bueno, así es cuando uno es chibolo, pues, y, puta, hermano, yo estaba mocoso cuando empezó la huevada.
»Me había tirado la pera. Tú sabes que el cole me llegaba al pincho, pero igual tenía buenas notas; los otros lacrosos de mierda no me iban a ganar, pues, por eso estudiaba por mi cuenta. La vaina es que estaba sentado en una banca del parque que está acá nomás, cerca de la iglesia, tenía mi pelota porque había quedado con unos pajeros para pelotear, pero se cabrearon a última hora. En eso, un huevón joven se acercó y se sentó al otro extremo de la banca. Al principio no me paltié; en un parque uno puede sentarse donde chucha quiera. Pero luego de un rato el conchesumadre me habló, preguntó si iría a pichanguear. Yo sabía eso de tener cuidado cuando te habla un extraño, pero ya tenía mis trece, ya me alucinaba con calle, y a mí nadie me iba a hacer la cagada, así que le respondí; le mentí al mierda, pensando que podría tirarme dedo en caso de no ser un delincuente; le dije que había llegado tarde al cole y que no me habían dejado entrar por demasiadas tardanzas.
»Sé que no me creyó.
»El huevón sonrió. Me leyó al toque. Sabía que me había tirado la pera, que me alucinaba super bravo, que haría cualquier huevada porque creía tener calle. Así que continuó; me preguntó qué cosas me gustaban, si vivía por ahí. Seguí mintiendo, en ese momento creí que era un marica, y a la firme que me paltié, hasta pensé en hacerle roche gritándole: ¡Lárgate, cabro de mierda! Pero comenzó a hablar de los buenos autos que pasaban y luego dijo que desde chibolo hizo plata, que a él no le gustaba el colegio, y que luego de mucho buscar encontró la forma, así que fundó su propia empresa y, desde entonces, si estudiaba, lo hacía por placer y para panudearse, nunca por obligación. Con eso me atrapó; sabía lo que tenía que decirme, pues, batería. También habló de lo que era vivir bien, comer bien, comprarse buena ropa. Me preguntó qué marcas me gustaban, qué tabas, qué relojes… Yo no conocía nada de esas huevadas, eran mariconadas y como que empezó a llegarme al pincho. Pero al toque se dio cuenta y cambió el tema a flacas. El chucha me dijo que si quería cacharme a perras como las de la tele, necesitaría plata que él sabía conseguir; volví a parar la oreja. Entonces, sin roches, me propuso una chambita. Cien maracas por llevar un paquete sellado hasta un barrio recontra picante en Cercado; me daría cincuenta lucas ahí y la otra parte me la darían al entregar la huevada. Tenía todo el día libre, así que me dije qué chucha y atraqué. Antes de quitarme, estrechó mi mano y se presentó como Juan Carlos.
»Puta, tú dirás, ala que cojudo que fuiste, y sí, era chibolo y, puta, alucinaba que la plata lo arreglaba todo. Tal vez tú nunca habrías caído, pero somos gente distinta, pues, man, esa es la huevada, y el mierda sabía su chamba. A los pendejitos que los ven pasándose de vivos les caen, porque son cojudos, porque saben que les gusta la huevada, y porque alucinan que tienen calle, que su barrio, donde no pasa ni pincho, es malandrazo. Vio un chibolo, con uniforme, una pelota y su mochila, sentado en la banca en mitad de un parque transitado… solo tiró el anzuelo, tocó algunos temas, leyó mis gestos, era evidente que me arrecharía por la plata, por las perras y la vida fácil. Así captan a los chibolos, batería. Pusieron el anzuelo y solito lo mordí. De ahí, cagado, porque ni cuenta me di a qué chucha me estaba metiendo; ni que sería para siempre.
»El barrio era una cagada; pasteleros por todos lados, pirañas con su terocal de mierda, dilers y putas con pinta de tener el bicho. El huevón de Juan Carlos había dicho que vaya tranquilito nomás, que cualquier vaina diga que iba a donde Chapita; puta, cuando me quisieron poner, eso hice, pues, y los choros de mierda me tazaron empinchados y sacaron la vuelta; el nombre marica de ese pendejo pesaba, porque era el chucha: controlaba la mitad de cercado y, pa concha, estaba con errecu. Ese man no creía en nadie, había enfriado a por lo menos cuatro cojudos, dos en mecha de barras. El mierda batuteaba entre los cremas y traficaba con entradas. Como te digo, era el chucha, no hay mejor forma de definir al pastrulo ese… Su jato estaba recontra parada, y pintada de un verde chillón bien pay, tenía tres pisos y un garaje en mitad de todo. Era chistoso ver tremenda huevada haciendo roche al resto de jatos; todas hasta las huevas. En la puerta había un par de negros grandazos con unos pitbull bien chapados descansando a sus pies. Puta, en ese momento me entró la noica, ahí podía perder feo, pero ya había llegado; me estaban mirando, y los perros se habían levantado. Al toque pregunté por Chapita, dije que me mandaba Juan Carlos. Los negros jalaron las cadenas de sus animales para que no se me vinieran encima. Uno de ellos llamó por el intercomunicador junto a la puerta y pidió que abrieran. Entré a una sala decorada hasta las huevas, con posters de calatas pegados en las paredes; un sillón beige, sucio, frente a un televisor más grande que la mierda, algunas repisas con periódicos y revistas y una mesita de centro con jeringas y un bong; a la mano derecha estaba la escalera al segundo piso, a la izquierda había dos puertas, una daba al baño y la otra al garaje, y, al frente, una última puerta: la de la cocina. Un culo de veces he ido a esa jato, por eso me acuerdo clarito.
»El negro que entró conmigo dijo que me sentara a esperar y se quedó parado a un lado, observándome. ¿Qué iba a hacer? Fuera de vainas, estaba friqueado, causa, cualquier huevada podría pasar. Puta, hubiese dado lo que fuera porque la tele estuviese prendida, así no me dengueaba mirando de un lado a otro, evitando la mirada del negro, granputeándome por ser tan huevón como para meterme a lugares así. El conchesumadre era lo que más me palteaba, fuera de vainas, podía enfriarme de un combo, y si me quería hacer su perra, perdía, pues, man; puta, estaba con el chicote más ajustado… Pero no pasaba nada, el negro no era cabro, solo que su chamba consistía en acompañar y tasar a todos los chibolos de mierda que llegaban con el paquete. Al poco rato bajó un tío flaco con pinta de quesero; vestía short, sandalias y bivirí. Era feo el concha: nariz aguileña, serrano cruzado, de cejas pobladas y labios delgados como calavera. El abuso de la pasta se notaba en sus pómulos, en las marcas que tenía por todo el cacharro, en ese color pálido y fantasmal, casi gris, esa negrura de los más pasteleros y coqueros. Ese era Chapita, y sigue igualito.
»El huevón se me acercó y me rodeó con el brazo, me habló tan de cerca que pude sentir su aliento a mierda; puta, man, hacía lo posible por no respirar. Si no temblaba era porque estaba frío de noico. Dijo que le agradaba la sangre fresca, que todo nuevo puntero era buena suma y que si no la cagaba me iría bien. Pidió el paquete, así que aproveché para soltarme, lo saqué de la mochila y se lo entregué. Lo chineó un toque y se lo dio al negro, quien desapareció con las mismas tras la puerta de la cocina. Chapita sacó una cajetilla de su short y me ofreció un pucho. Acepté, ya fumaba, pues, ¿te acuerdas? Más de una vez fuimos a comprar cigarros al quiosco de la esquina del cole… ese tío se pasaba de pendejo para vendernos. Bueno, la vaina es que ahí estaba yo, fumándome un puchito en la jato del men de Cercado, en uno de los barrios más picantes que he pisado. Creo que fue ahí cuando se me fue el miedo y lo decidí: para mí ya no había vuelta atrás. Me di cuenta de que yo también estaba siendo el chucha, el men; nadie que conocía había pasado por lo mismo… sentía que, de pronto, me había vuelto peligroso, que podía sacarle su mierda a quien quiera.
»No recuerdo bien la loreada que me metió, me preguntó varias huevadas: si ya había tirado, si me gustaba mechar, si parchaba o fumaba ganjha y si sabía lo que era un soplón, un chivato; claro que lo sabía, pues, pero aún no comprendía lo cagones que pueden ser esos hijos de puta… Hablamos solo un toque, unos minutos, hasta que el negro volvió con otro paquete que, esta vez, debía llevar a una de las zonas más fichas de La Molina, que estaba como a dos horas en bus. Chapita palmeó mi hombro, me alcanzó cien maracas y dijo que, al entregar la vaina, me darían cincuenta más. Haría doscientas lucas en un día y solo por faltar al cole, puta, un negoción, ¿sí o no? Y yo era mocoso, pues, batería, ni lo pensé, doscientos me parecía un culo. Y como aún era temprano y no podía volver a mi jato antes de que terminase el cole, me fui derechito hasta el orto del mundo.

***

—¿Tienes un puchito?
—Sí, toma.
—Sírvete, causa. Chupa.
—Todavía es temprano.
—La historia recién comienza.
—Está bien… Pero no termino de comprender por qué seguiste con la huevada, pudiste quedarte con tus ciento cincuenta.
—Nada, ¿qué iba a hacer? ¿Le diría al chucha ese que no quería llevar la huevada? No, pues, batería, ya estaba cagado; y todavía tenía el uniforme del cole puesto, ya por las huevas era. Además, una idea empezó a rondarme la mocha: si conseguía suficiente plata podría cacharme a perras ricas, como las de la tele… Y dime si no están buenas, chupa pinga.

Autor: Carlos de la Torre Paredes
Género: Novela
Subgénero: Realismo
Páginas: 144
Tamaño: 21.0 cm. x 14.8 cm.
Tapa: Blanda
Papel: Avena 80 gr.
ISBN: 978-612-48976-0-3
Sello: Redoble perpetuo

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