La casa que se incendió

I

Deambulo descalzo por la casa deseando sentir el frío en mis pies y la brisa de la madrugada. El plenilunio baña de plata la sala creando un espectral ambiente, propicio para mi errático paseo. Mi acostumbrada insensibilidad termina por encontrar decepcionante el paisaje lunar de la casa. Esa anhedonia ha cruzado el umbral conmigo, o tal vez ahora es más palpable, más coherente. Decido que es suficiente de vagabundear y perderé el tiempo en cualquier otra actividad. Cruzo la entrada de la habitación de mi hija. Observo de reojo: ella está acurrucada en su cama, sus ojitos resaltan con un brillo acuoso en medio de la oscuridad del contraluz, abraza a su pulpo de peluche.

Entro a verla, porto mi mejor sonrisa para tranquilizarla. Desde siempre ha dormido acompañada, con su madre cuando era bebé, conmigo cuando ella nos dejó. Cuatro años pasando las noches acomodada en el regazo parental, pero yo estoy empecinado a que aprenda a dormir sola y, aunque en la situación actual esto parece irrelevante, me estoy esforzando por darle la confianza necesaria para tal acción.

—¿Estás bien, Abril? —le pregunto acariciando sus mechones, una urdimbre rubio cenizo.

Me mira con los ojos muy abiertos, como si todo el sueño hubiera sido espantado por el monstruo que hay debajo de la cama. Con la vocecita partida, hecho un susurro agudo, me responde:

—Yo soy valiente, papi. —Abraza con más fuerza su peluche y arruga los labios; ver que se hace la fuerte me conmueve y aleja cierta tristeza perenne; ella tiene ese poder.

No puedo más con ello y me recuesto a su lado; de inmediato busca el espacio entre mi brazo y mi corazón. Encaja perfecta, como siempre. En mi capacidad, no comprendo qué le asusta, ya lo peor ha pasado, no hay nada más después de esto.

—¿Otra vez te quedarás hasta tarde?

—Sí, mi amor —le respondí a Ana aquella vez—, ya casi termino de pulir el cuarto capítulo de la novela. Es una de esas noches, ¿sabes?

—Siempre es una de esas noches.

—¿Por qué…?

—Ya me voy a dormir. Abril te estaba esperando para darte las buenas noches.

¿Cómo regresar al manuscrito después de eso? Miraba la última oración escrita en la pantalla de la laptop y las palabras tomaban la forma de un dedo acusador, de una denuncia arbitraria sobre mis obligaciones. Había cumplido con el protocolo tácito del rol que me correspondía. Trabajé como una mula, llegué a casa y compartí tiempo con mi hija, cenamos, ellas se acostaron y yo me avoqué a este vicio solitario de escuchar la historia que mi cabeza tenía que contar. Siempre quise ser escritor, desde que comprendí que la única manera de calmar mi tormenta era sentarme a inventar historias, desde que me refugiaba en la biblioteca en los recreos, el único lugar donde evadía la palomillada de colegio de varones; esa violenta arremetida maquillada con carcajadas y que termina convirtiéndose en maldad aceptada, cosa de machos, y el que no aguanta, que se joda. Siempre quise estar frente a un texto, sin embargo, había que parar la olla y mi madre siempre me decía que todo bien con querer un sueño, pero tenía que buscarme una carrera que me diera plata, porque de la cultura no se vive, todo es humo y los del medio lo saben. Periodismo fue lo que se me ocurrió. Conseguir chamba fue duro, obtuve algo más o menos estable con los contactos de mi padrino; fue el único favor que me hizo y estoy convencido de que fue por pura pena, pues su hermano, mi viejo, había fallecido en la miseria. No la cagues, fue todo lo que me dijo cuando salía de la entrevista. No lo volví a ver después de eso.

Trataba de enfrentar el bloqueo. Ese párrafo ya no sonaba tan bien, aunque aprendí a que primero se escribe y luego se edita, mi ansiedad funcionaba de manera distinta. Escribía un párrafo, lo leía, me agradaba, lo volvía a leer, me desagradaba, entonces, en lugar de proseguir y luego editarlo todo, me detenía en ese condenado grupo de líneas burlonas, que me gruñían como un monstruo incompleto, que me gritaban y rogaban por perfección. No podía avanzar con la historia a menos de que el párrafo me soltara; cuando eso ocurría proseguía y repetía la misma dinámica, atrapado en un bucle del cual yo era el único propulsor y condenado.

Por eso la novela me estaba tomando tanto tiempo, tantas noches, tantas desveladas, tanta distancia. Ana estaba lejos de mí y lo entendía; no obstante, eran sacrificios, yo cumplía con la casa, con mi hija; durante siete años le di el matrimonio que ella quiso, le perdoné sus pendejadas, aunque me las negara hasta el final, ¿y qué gané? Se me pasaba el tren y mi sueño de ser escritor terminaba siendo eso: un sueño, porque los sueños que se cumplen nunca fueron sueños, fueron metas, los sueños se quedan en el plano de lo imposible, junto a las frustraciones y los hubiera; yo no quería ser un hubiera, porque esa palabra se acumula en las entrañas, te deforma. Un buen día te miras al espejo y aquello con lo que te encuentras es un monstruo lleno de lágrimas secas.

Yo sería escritor, aunque mi matrimonio se acabara con ello. Igual ya lo estaba. Abril tenía tres años y, quizás, era la única culpa que realmente me dolía.

—Abril, vamos a cenar, por favor, ven ya. —Llamo a mi niña que recorre el pasillo central del departamento como si siempre hubiera estado ahí, como si siempre hubiera vivido ahí, lo cual es inexacto en muchos niveles.

—Papi, ¿me pones el tenedor amarillo? —Mi pequeña se acomoda en la silla arrodillándose para tener más altura. Me observa buscar el utensilio. Por supuesto que no está.

—No está, corazón, tendrás que comer con otro, ¿va?

Su expectativa se confunde con su silencio. Creo que su frustración saldrá en forma de llanto y no estoy de humor para tolerar lloriqueos por tonterías, como ya le había dicho en repetidas ocasiones. Sin embargo, esto fue diferente.

—Mira, papi, en la casa que se incendió yo tenía un tenedor amarillo, pero si aquí no tienes, no te preocupes.

—Mi amor, ¿recuerdas la casa que se incendió? —le pregunto abriendo mi expresión por completo. Dentro de mí convulsionan el regocijo y la pena en una mezcla peligrosa y tirante. Por primera vez siento un frío recorrer mis vacías venas y un palpitar fantasmagórico y acelerado doma mi pecho.

—Sí, pero no importa, vamos a comer.

Y de alguna manera, la ilusión del momento se rompe.

Autor: Poldark Mego Ramírez
Género: Novela
Subgénero: Suspenso
Tamaño: 14.8 x 21
Páginas: 112
Papel: Avena 80 gr.
ISBN: 978-612-4449-29-1
Sello: Torre de Papel

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