Pandemia Z. Cuarentena

por Poldark Mego Ramírez

Capítulo I. Dante

001

… Desde hoy a las 20:00 horas inicia el toque de queda decretado por el Gobierno a nivel nacional. Se les pide a los ciudadanos que por favor obedezcan las indicaciones y permanezcan en sus hogares mientras las patrullas del ejército y la Policía resguardaran por su seguridad. A continuación, la lista…

—¡Busca a Paula, mi amor! —fue lo último que alcancé a decirle a mi hija, que corría hacia la salida mientras unos sujetos en traje me arrastraban. Uno de ellos cerró la puerta y escuché las manitas de mi pequeña golpeando la madera.

El caos empezó hace una semana. Primero se supo de violentos incidentes en otras partes del mundo intercalados con noticias de espectáculos y deportes. Los medios informaban cómo las calles de ciudades como Londres o París se cubrían de furia y sangre cuando cientos de manifestantes iracundos salían a protestar. ¿Protestar por qué? Nunca se supo, no podías entrevistarlos, no podías detenerlos.

Para el tercer día aquellos incidentes pasaron a llamarse «oleada». Oleadas de violencia tomaban por asalto regiones o ciudades enteras y los disturbios se multiplicaban en las metrópolis superpobladas. El caos se esparcía. Por aquí se oía de casos sueltos, crueles, pero aun sin la capacidad endémica que veías en otros sitios; o eso era lo que querías creer.

Al quinto día la anarquía llegó a las calles, el desorden, el caos; gente que iba y venía con víveres de todo tipo, gente que salía a pintar paredes e incendiar coches. Me sorprendió terriblemente ver el siniestro que consumía el cerro San Cristóbal, en Lima, o las embarcaciones repletas de gente que huían desesperadas, alejándose del puerto de Ilo hacia mar abierto; escapaban de la violencia, de los gases lacrimógenos y de los iracundos manifestantes. Los policías detenían a cientos de personas. Las que se oponían eran tratadas brutalmente, algunas de ellas mordían tan fuerte que arrancaban trozos de piel y carne de los oficiales.

Era el séptimo día y el Gobierno estaba confundido. Primero decían que era un tipo de ataque producido por una intoxicación, luego que era una guerra química, después que se trataba de terrorismo —eso se había puesto de moda en la última década—, al final ni ellos ni nadie sabía qué pasaba. El ejército salió a las calles, pero al igual que en muchos lugares, cuando lo hicieron ya era demasiado tarde.

Pronto el organismo vigilante de las naciones unidas, la Sdbc, tomó posesión de la 32ª Brigada de Infantería. Se suponía que tenían aval de las autoridades, aunque los medios informaban de otras cosas en ese momento. No podías saber si era legal o no lo que pasaba, lo cierto era que la gente estaba aterrada y mientras muchos hacían caso y se quedaban en sus casas, las calles se llenaban de paramilitares con sus trajes especiales, diferentes a cualquier otro uniforme, con el logo del planeta azul y las siglas de la División Especial para Control Biológico. La Sdbc. Ellos tomaron posesión de Trujillo al igual que de medio país y, si las noticias de internet eran ciertas, también de la mitad del mundo.

Para el décimo día, tres días después del toque de queda, una orden vino desde muy arriba: se decretaba que toda persona que tenga conocimiento médico debía ser conducido inmediatamente al estadio Mansiche, pues la endemia bautizada popularmente como «la peste furiosa» estaba en casi todo el país y el mundo. Nuevas medidas se estaban tomando para controlar su avance, mientras la escasez de personal médico aumentaba la crisis sanitaria.

Es aquí donde comienza mi historia. Aquella mañana, menos de dos horas después de que se dio la orden de reclutamiento forzoso, un grupo de sujetos con trajes negros, de esos que son básicos, pero sabes que son caros, vinieron por mí a bordo de camionetas. Forcejee todo el camino hacia el estadio, que no está muy lejos, pero para mí fue un trayecto largo y tedioso. Los sujetos me mantenían aprisionado como a un delincuente mientras otros se comunicaban por radio.

Pese al ajetreo pude ser consciente de mi entorno: la ciudad se estaba vaciando, filas y filas de carros y buses llevaban a los ciudadanos lejos de sus casas, los separaban por edad, los más jóvenes eran subidos a unos buses escolares mientras que los adultos o ancianos eran transportados en otras direcciones.

—¿Qué pasará con mi hija? —pregunté con miedo, confundido.

—Doctor Rojas, Dante Rojas —dijo uno de ellos con aire impertérrito—, seguimos el protocolo establecido, las tropas irán por ella cuando toque evacuar su sector.

Su rostro pétreo no transmitía emoción alguna, aquellas gafas negras bloqueaban sus ojos; siempre fui bueno para leer a las personas a través de sus ojos. ¿Qué podía leer de un tipo que los escondía y hablaba de manera fría sobre la vida de una niña de ocho años?

Para cuando llegamos al estadio me di cuenta de que no era el único «reclutado»: además de mí, otras veinte personas habían sido trasladadas a ese lugar. Nos hacinaron en una barraca al centro del estadio, el cual había cambiado dramáticamente en los pocos días que la Sdbc había tomado control de la ciudad.

Toda la cancha tenía tiendas de campañas y algunas eran reforzadas, ubicaron al menos tres helipuertos y mucha gente armada iba y venía por las callejuelas formadas por las estructuras; pude distinguir dos torretas con vigías con armas enormes y los rostros totalmente cubiertos. Era una maldita base de operaciones.

—¿Por qué nos traen aquí? ¿Con qué derecho? —reclamó una mujer de unos treinta y algo, morena y de poderosa mirada. No recibió respuesta, los guardias apostados fuera de la barraca no se movieron, permanecían estáticos con fusiles en mano y granadas en el pecho.

—Cálmate, no vas a conseguir nada —intervino un sujeto de figura atlética y manos ásperas; sus ojos eran de un verde extraño y llevaba descuidada la barba.

—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —refutó la morena— ¿A ti no te importa que te secuestren y te traigan aquí a la fuerza?

—Me importa, pero ellos tienen las armas, así que mejor no busques problemas —le contestó el hombre.

—Esto es una violación a nuestros derechos, no pueden hacernos esto —reclamó una joven que no dejaba de morderse las uñas; sus ojos saltones miraban a todos lados.

—Yo solo quiero volver a casa. ¿Qué está pasando, por Dios? ¿Qué ha pasado con mi familia? —El hombre que hizo esta confesión era de brazos gruesos y panza prominente. Lloraba impotente. Me acerque a él.

—Calma, respira, saldremos de aquí. —Miré al resto—. Todos saldremos. —Traté de buscar eco en los demás, sin respuesta alguna.

—No lo entiendes —me respondió el hombre lloroso—. La «peste» ya está aquí. Vivo casi a las afueras de la ciudad y para cuando vinieron por mí los enfermos ya estaban en el vecindario…

—¿Cómo que ya están aquí? —preguntó un sujeto que había permanecido aislado hasta ese momento, como perdido en sus pensamientos; ahora su expresión era de mucho interés.

El lloroso hombre tomó aliento y nos dirigió palabras que en ese momento no tenían sentido, pero para mí, en especial más adelante, significarían algo muy dramático.

—La «peste furiosa» ya llegó a esta ciudad, justo cuando llegaron los tipos de traje, mi esposa regresaba corriendo a casa; alguien le había mordido en el brazo y sangraba mucho, ella estaba asustada… mierda, todos lo estábamos. Unos soldados la encerraron en casa con mis hijos, me dijeron… me dijeron que ella iba a estar bien, pero no sé nada, no sé nada de ellos.

—¿La mordieron? —preguntó la morena.

—¿Tiene eso algo de importante? —cuestionó el sujeto de la barba descuidada.

—Leí que la peste vuelve furiosas a las personas y también que debes evitar los fluidos de los enfermos o el contagio es directo.

—¿Dónde leíste eso? —pregunté desconcertado.

—Internet.

—Oh por favor, somos adultos, no vas a creer en cuentos y paranoias del fin del mundo —se burló la joven de las uñas mordidas.

La puerta de la barraca se abrió de par a par e ingresaron unos sujetos con trajes aislantes que incluso tenían un filtro de aire; también entraron unos soldados y un sujeto de uniforme camuflado, varias barras en sus hombros y una insignia en su brazo con el logo del planeta azul, la Sdbc. Me enfermaba de tanto verlos.

—Un placer caballeros, señoras, soy el coronel Anderson, de la tercera División de control de la Sdbc, aquí en Perú. Debo pedirles disculpas por la mala manera en la que fueron convocados a este lugar; sin embargo, espero que sepan que sus familiares serán reubicados en los refugios con la mayor prontitud posible. Ahora bien, todos ustedes son gente con conocimientos médicos, conocimientos que espero puedan ser usados para encontrar respuestas a lo que sucede en el mundo, pero ojo… antes de iniciar necesito que sigan unos pasos de control y que todo lo que saben sobre biología sea… bueno, digamos que deberán tener la mente abierta para lo que les vamos a mostrar.

No sé qué ocurre con el mundo, no sé qué es esta endemia o si tiene cura o de qué castigo divino se trata. Solo soy un pediatra viudo, con una hija que ahora está sola en casa en medio de toda esta vorágine. Necesito regresar por ella.

002

Sin perder tiempo, la gente de Anderson nos llevó a distintas locaciones. Primero debían esterilizarnos, para ello nos condujeron al coliseo Gran Chimú al lado del Mansiche. Ahí noté que todo el perímetro del estadio había sido rápidamente enrejado. Nos desnudaron y nos trasladaron a unas duchas especiales donde nos rociaron con sustancias que escocían; varios se quejaron por el trato; sin embargo, parecían perros nerviosos que amilanaban ante los fusiles de nuestros custodios; era obvio que las condiciones violaban nuestros derechos, no podía creer que la situación afuera sea tan grave que ameritaba pisotear la constitución.

Minutos después, en otra zona modificada del coliseo, vestimos trajes blancos con etiquetas para nuestros nombres, así pude hilar rostros. La mujer de piel morena era Kara, el hombre que lloraba por su familia era Bernardo, el tipo de la barba descuidada era Esteban, el sujeto que había permanecido aislado en la barraca era José Luis y, por último, la mujer nerviosa que casi acaba con sus uñas era Giselle. Vi otros nombres: Fernando, José Manuel, Lizbeth, etc. No había hablado con ellos y después de aquella ducha comunal, sin posibilidad de mostrar algo de pudor, todos nos sentíamos incómodos como para entablar mayor conversación.

La puerta se abrió y la brisa marina llegó a nuestras narices, el mar estaba muy movido aquel día, no hacía mucho vi por la televisión que cientos de ballenas habían salido a morir a las costas (no aquí, claro), pero ¿igual era una señal? ¿Realmente vivíamos el fin de los tiempos como decían en el canal religioso? Mi Gaby, ¿estarás bien? ¿Encontraste a Paula? Lo de la reubicación me suena a puras mentiras.

Una voz distorsionada se oyó:

—Por aquí, debemos continuar con el protocolo.

El dueño de aquella voz era otro de esos sujetos vestido con traje aislante, parecía un monstruo tres veces más grande de su tamaño normal, caminaba con dificultad y éste, acompañado de soldados, nos llevó al centro del estadio, a una tienda de campaña de gran tamaño, negra y con paneles reforzados. En la parte superior se leía: «Área de contención». ¿Contener qué, específicamente? Pronto lo sabría.

Adentro, el coronel Anderson nos esperaba. Nos sentamos en unas bancas metálicas rodeados de sujetos con fusiles o ametralladoras. No soy un experto en armas, pero lucían letales.

—Caballeros, damas… sé que tienen muchas preguntas, las cuales serán contestadas a su debido tiempo. Les aseguro que los esfuerzos de la Sdbc por controlar esta epidemia no son pocos, lamentablemente escaseamos de muchos recursos para continuar la investigación, es por ello que debemos reclutar personal urgente, estamos en una lucha frontal contra lo que puede ser la extinción de la especie.

Anderson quería sonar importante, a mí no me convenció en lo absoluto. La tensión en la sala se podía cortar con una navaja.

—No pienso colaborar ni seguir una instrucción más ¡hasta que me digan dónde está mi familia! —Bernardo alzó la voz y se puso de pie; sus ojos inyectados y llorosos se mostraban desafiantes.

Los miembros de seguridad no dudaron ni un segundo en levantar las armas y apuntarle. ¡Lo tenían totalmente rodeado! ¿Cómo es posible que ni lo pensaran? ¿Estaban dispuestos a matar a cualquiera? Era obvio que nuestras vidas peligraban.

Anderson hizo un ademan y la seguridad dejó de apuntar a Bernardo.

—Hemos evacuado al 80% de residentes de la zona metropolitana. Nuestra capacidad de movilización es única y funciona a la perfección; sin embargo, no podemos llevarlos hasta sus parientes, puesto que media ciudad está infestada con la «peste». Una vez que podamos contener a los «enfermos» podrán reunirse con su familia.

Esta vez Anderson habló con un tono de voz bajo y monótono, su expresión era neutra y oscura, como si usara unas pesadas cadenas para contener a una bestia que habría jalado el gatillo sin pensarlo dos veces.

Bernardo se sentó, no parecía convencido. Diría que fue el miedo a lo mismo que yo percibí lo que le hizo desistir, miedo de la férrea mirada que le dedicó el coronel.

—Ahora, señores, no se preocupen por los detalles, solo les diré que sabemos todo lo necesario sobre ustedes y es por eso que calificaron para ser parte de este proyecto… lo llamamos: «Vacuna Azul» y pronto entenderán porqué.

Acto seguido, se retiró y los soldados nos hicieron seguirlo. Ingresamos a una zona de espera donde tuvimos que ponernos los trajes aislantes y pasar por un extractor de aire. Después de unos minutos, los veintiuno vestíamos de manera muy semejante a nuestros captores; luego entramos a un laboratorio con un amplio espejo. La estructura era la continuación del área de contención, de material prefabricado, pero se notaba reforzado, un esqueleto visible de barrotes aseguraba toda la tienda. Anderson, interrumpió a través del canal interno que tenían los trajes.

—Sé que todos están preocupados, sé que todos tienen preguntas. ¿Qué está pasando? ¿Qué es esta «peste»? ¿Qué pasa con estos furiosos? Lo cierto es que la «peste» … —Remarcó unas comillas con las manos—, no es lo que creen, pero ¿cómo un científico puede desarrollar una teoría si no está en contacto con su objeto de investigación? Es un problema, ¿no? Por ello, damas y caballeros, les presento a los sujetos «L-001», «L-002» y «L-005».

El espejo unidireccional se iluminó y pudimos ver a través de él. Al otro lado habían tres sujetos, un hombre y dos mujeres se hallaban amordazados, envueltos en mantas blancas y sujetos con correas a camas inclinadas a casi 90 grados; además, las manos y pies estaban selladas en cápsulas con seguro, aunque estas no evitaban que se movieran con brusquedad, por lo que las amarras laceraban sus cuerpos, fluidos negros y espesos brotaban de sus heridas formando charcos en el suelo; la piel de todos ellos era pálida y grisácea, las venas de sus cuellos se notaban hinchadas, anormales y oscuras; lo más resaltante eran los ojos: lechosos, grises… sin vida.

Se me heló la sangre, mi corazón se aceleró tanto que mi pecho comenzó a doler y mis sentidos se agudizaron; todo ello al tener tan cerca a estos sujetos, gente con una rara patología que los hacía actuar como dementes violentos.

Todos retrocedimos unos pasos, varios pasos. Nos alejamos prudentemente del vidrio reforzado. Los sujetos estaban totalmente asegurados, pero aun así un miedo primal nos recorrió; intuí que más de uno deseaba huir, yo incluido. Miré a mí alrededor: los militares y demás científicos parecían sosegados, acostumbrados; eso me hizo pensar que esta «plaga» no era reciente, que tal vez hubo más casos y que los esfuerzos por enfrentarla eran más antiguos de lo que la prensa y los líderes mundiales admitían; pero, ¿por qué no mencionarla antes? ¿Por qué en ese momento que el mundo se estaba desbordando recién lo hacían público? Entonces me di cuenta de que no era un asunto público, empezaban a desalojar a toda la ciudad y nos retenían bajo estrictas medidas de seguridad; lo que sea que halláramos en los sujetos infectados no saldría jamás a la luz y solo había una razón para que una organización mantuviera un lío como ese en secreto.

—Ahora los dividiremos en grupos de trabajo de acuerdo a sus especialidades, así que regresemos al salón anterior para explicarles de qué se trata todo esto. —La voz de Anderson me sacó de mis pensamientos y al rato los militares nos arreaban de vuelta.

De regreso en la sala de recepción —ya sin los enormes trajes y solo con nuestros uniformes y gafetes— las luces se apagaron para dejar que un proyector pasara imágenes de una presentación en la que el coronel trataría de explicarnos el origen de la peste.

—Vamos a regresar unos años al pasado, aproximadamente una década atrás. En ese entonces el mundo experimentó tres cambios radicales que nos llevaron a este punto. Primero: la aparición de nuevas superbacterias y supervirus a los que nuestros mejores medicamentos no podían hacerles frente, mucha gente comenzó a morir e incluso enfermedades que se pensaban casi erradicadas regresaron con mayor fuerza; segundo: el cambio climático creó sequías y pérdidas importantes de recursos en muchas zonas del planeta donde la población afectada terminaba siendo víctima de la hambruna, desnutrición, pobreza extrema y sus comunidades se convertían en fuentes de nuevas enfermedades; tercero: la guerra biológica, después de que países radicales adquirieran ilegalmente armas biológicas, vino la caída de estados terroristas que dieron como resultado la formación de varias guerrillas extremistas, las cuales tuvieron acceso a la compra y/o desarrollo de nuevas armas de ese tipo. En resumen, el mundo se estaba preparando para una catástrofe de magnitudes épicas…

—Leemos los periódicos, coronel, no es necesaria la lección de historia moderna —intervino sin ganas una mujer de mediana estatura, profundos ojos azules, labios finos y cabello enmarañado. Tenía una expresión cansada, su gafete decía «Cristina».

El coronel adornó su rígido rostro con una sonrisa y suspiró.

—No es una lección de historia cualquiera, siendo usted… —Observó una Tablet pequeña que llevaba consigo— cirujana, debería ser más consciente y paciente. Todo es un proceso y llegaremos al punto que queremos.

Miró al resto como esperando una nueva interrupción, se detuvo unos segundos hasta sentirse seguro de que no habría más y continuó:

—Por aquel entonces, la ONU, con la aprobación mayoritaria de sus miembros, creó la Sdbc, que fue durante la última década la primera línea de defensa contra ataques biológicos alrededor del mundo. Cada vez que un grupo terrorista esparcía algún tipo de bacteria en el agua, o contaminaba un banco de sangre, nosotros llegábamos al lugar para impedir que el infierno se desatara y, después de diez arduos y tortuosos años, estamos a punto de perder la guerra si no colaboran con nosotros.

—¿Es por eso que nos secuestraron y nos obligan a trabajar con ustedes? ¿El mundo ya se acabó? —preguntó José Luis, parecía que no callaría nada.

—¿Tú crees que hemos sido rudos? —La intervención de Anderson tomó un aire extraño, la agresividad que reprimía se mostraba de a pocos— Nuestra especie está al borde de la extinción ¿y a ti te preocupa que no te trajimos de la mano hasta aquí? ¿Es que no entiendes la magnitud de todo lo que ocurre? En algún lugar un loco infeliz creó algo que hace rabiosa a la gente, gente que es capaz de asesinar a otras personas sin pensar en las consecuencias, gente que esparce más de esta locura por el mundo; ahora se hablan de casos en Australia, en las Malvinas, incluso en Islandia, toda Europa está sangrando, ¿y a ti te jode que no te pidiéramos permiso para traerte aquí?… —Hizo una larga pausa y su rostro enrojecido se fue calmando—. Me tendrás que disculpar que ponga la supervivencia de la humanidad por sobre tus prioridades.

Hizo un movimiento con la mano izquierda y de inmediato un soldado se acercó a José Luis, con la cacha del arma le dio un fuerte golpe en el estómago que lo sentó y le quitó todo el aire. José Luis hacía gestos de dolor en el suelo mientras su boca rogaba a bocanadas por aire.

—¡Ahora! ¿Alguien más tiene una opinión egoísta que declarar o podemos continuar?

Muchos de nosotros ahogamos nuestras quejas, otros se llevaron las manos al pecho o se persignaron, Bernardo ayudó a José Luis a ponerse de pie. En lo que restaba de la exposición nadie volvió a interrumpir al coronel.

003

Sujetaron a «L-001» del cuello con una vara metálica larga. Lo sostenían dos personas mientras otros dos se ocupaban de fijar sus brazos a la cama inclinada a casi 90 grados, además tenían cinco soldados con las armas listas ante la mínima amenaza. Era demasiado personal para sostener a un «enfermo», o eso creíamos hasta la mañana de ese segundo día.

«L-001» fue el primer sujeto que lograron contener, el reporte no decía su procedencia, pero llevaba en la ciudad unas setenta y dos horas antes de conocerlo, en el informe no había datos de quién era, en qué trabajaba, su edad o si tenía enfermedades hereditarias. Nada. Lo que sí decía era que su tiempo de «reactivación nerviosa» fue de cuarenta y cuatro minutos, que sufrió una herida en corte de canal en la cara interior de la pierna izquierda; la zona apuntaba a la arteria femoral, el tiempo de desangre hasta el paro cardiorrespiratorio fue de seis minutos, lo declararon clínicamente muerto dos minutos después.

Clínicamente muerto…

«L-001» se quejaba, su fuerza hercúlea discrepaba de la realidad pues era delgado, sin mayor masa muscular. Sus ansias por zafarse de sus amarras hacían que se lastimara y sangrara, pero su sangre distaba mucho del típico líquido carmesí, era más una melaza negra y de un penetrante olor, se derramaba por las yagas que se había causado; los cortes en la carne eran profundos y el tejido a su alrededor presentaba signos ya necróticos.

La piel de «L-001» era de un gris pálido, gruesas venas negras se proyectaban como caminos sinuosos, tenía los ojos inyectados y las pupilas casi desaparecidas, dando el efecto de una retina absoluta, una mirada lechosa; sus uñas se habían desprendido de la carne de tanto rascar el metal de la cama, tenía el cuello abultado por las arterias, parecía a punto de estallar. Gruñir era lo único que podía hacer, tenía puesto un bozal como si de una bestia se tratase, un bozal grueso que le expandía los labios y cubría de metal sus dientes haciendo que «L-001» no dejara de expeler un pus maloliente y purpureo.

Nos dividieron en grupos de trabajo. Me tocó hacer equipo con Kara, Bernardo, Esteban y Ximena, de quien recién me percaté ese día. Anderson mencionó que de nuestro grupo la más capacitada para iniciar la investigación era ella, pues era forense de profesión.

Intentamos discutir con Anderson sobre las implicancias del reporte, el cual era expreso y conciso. El paciente «L-001» estaba muerto, clínicamente muerto, además era demasiado obvio al ver su aspecto. Aquel sujeto de unos treinta años no tenía ningún signo que pudiera acreditar lo contrario, salvo, claro, que se movía el muy condenado; tenía energía suficiente y no dudaba en demostrarlo, pero Anderson nos dejó con las dudas y el «sujeto de observación».

—¿Qué se supone que tenemos que hacer entonces? —preguntó Kara mientras el personal de la Sdbc despojaba a «L-001» de toda su ropa y dejaba al descubierto su tullido cuerpo.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Esteban. No podía dejar de mirar el necrosado cuerpo de «L-001» y su expresión de miedo se reflejaba a través del inmenso traje de aislamiento.

—¿Cómo que por qué? ¡El tipo está muerto! —exclamó Kara— Míralo, está claro, aunque suene de locos es la verdad.

Ximena se adelantó unos pasos, con aquel traje aislante parecían ser pasos en la luna. Tomó una linterna de la mesa de instrumentos y se acercó a «L-001», pasó el flash luminoso por ambos ojos

—No hay reacción pupilar. —Acto seguido palpó la zona del tórax—. Tejido blando en fase de descomposición, ha perdido elasticidad y reacción. —Bajó la linterna hasta la herida abierta en la zona de la pierna—. Herida perimortem profunda de unos cinco centímetros en la zona interior de la pierna izquierda, tejido alrededor de la herida, reseco, dañado, muerto. No hay signos de regeneración. Arteria femoral cercenada, la herida describe una curva sin bordes irregulares, pudo haber sido causada por una hoja afilada—. Se agachó hasta donde el traje le dio permiso—. Herida postmortem en el pie izquierdo, pérdida de los dos últimos dedos del pie, tejido necrótico alrededor de la zona. —Pasó el guante por la herida y restregó entre sus dedos la melaza oscura—. Al parecer la sangre se ha estancado en un estado previo a la coagulación, tendría que hacer un conteo de glóbulos aunque… aún circula, ¿cómo es eso posible?

—¿Cómo es eso posible? —preguntó Bernardo—. Estás describiendo a un puto muerto que quiere arrancarte la cara ¿y te parece raro que su sangre aún circule? Ese sujeto no se debería estar moviendo. ¿Cómo es posible que no tengas miedo?

—Porque no es la primera vez que los ve, ¿no es cierto? —intervine sin darme cuenta, diciendo lo primero que pensaba sin meditar las consecuencias.

Ximena se levantó y giró hacia mí, su mirada —por primera vez la veía bien— era apagada, profunda y triste. Por encima de aquel complejo traje podía sentir su frialdad, causaba espanto pensar en qué tipo de persona era.

«L-001» gruñó con más fuerza y desesperación, al parecer tener a la doctora Ximena tan cerca, sin poder atacarla, lo frustró al punto de que se quebró la mandíbula al tratar de abrir la boca, su maxilar inferior tronó como cuando partes una nuez y forzó su brazo derecho hasta que la piel, tendones y carne, se separaron partiendo el hueso poco más arriba de la muñeca; el brazo se zafó y se convirtió en una especie de lanza cárnica con el cúbito partido como punta.

Al instante, uno de los sujetos de la Sdbc se lanzó hacia Ximena y la apartó del ataque del mortal espolón, en su lugar el hueso penetró el visor del traje y se incrustó en la mejilla del hombre, un borbotón de sangre salió expulsado con una fuerza abrumadora y «L-001» lució frustrado y colérico por no poder beberla.

Ximena cayó aparatosamente al suelo, los demás científicos la rodearon para sacarla de ahí, los militares nos comenzaron a arrear hacia la zona de descontaminación mientras uno se quedó y disparó dos veces a «L-001», directo en la frente; luego ejecutó al herido con tres tiros, también en la cabeza.

…En la cabeza.

Autora: Poldark Mego Ramírez
Género: Novela
Subgénero: Ciencia ficción
Tamaño: 14.8 x 21
Páginas: 368
Papel: Avena 80 gr.
ISBN: 978-612-4449-31-4
Sello: Torre de Papel

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