Pandemia Z. Supervivientes

por Poldark Mego Ramírez

28 Days later

1

—El Gobierno sigue operando. Estamos redirigiendo todos los recursos posibles. Debemos ayudar a la contención establecida por la Agencia de Seguridad y por la División Especial para el Control Biológico. La cuarentena es absoluta, igual que el toque de queda… por favor, mantengan la calma… el Gobierno sigue operando…

El brote mundial, como lo conoció el mundo, ocurrió en la segunda semana de enero. De un momento a otro, cientos de brotes de histeria colectiva se propagaron a lo largo y ancho del globo. No importaba si era una ciudad o una zona rural, el «bicho», o «bichos» que desataron este terror, no diferenciaban entre la densidad poblacional. El terror se apoderó de la sociedad y esta colapsó. De inmediato, los gobiernos tuvieron que improvisar medidas que superaban las escalas estimadas y nada mantenía a salvo a nadie.

—…las fuerzas de la Sdbc se encargan de controlar que el brote no sobrepase los límites de la cuarentena. Estamos trabajando de la mano con las principales columnas de la división, a fin de mantener el orden dentro y fuera del cordón…

—¿Orden? ¿Cuál orden? —Joel escupió a la televisión que habían instalado en la oficina de gerencia. Acariciaba el cabello de Sandra, quien fue la recepcionista de la notaría donde se escondían junto a cuatro personas más.

Sandra respiraba cansada y trató de alejarse de las grasientas manos de Joel, un hombre de piernas flacas y barriga prominente. Tenía la ropa manchada de sudor y la cara llena de imperfecciones supurantes.

—¿Qué pasa, perra? ¿Otra vez te vas a poner quisquillosa?

La luz parpadeó y el mensaje del presidente peruano iba y venía. Igual no importaba lo que dijera aquel sujeto de la televisión —un tipo sudoroso y desgreñado—, nadie lo conocía y había llegado a ese puesto de casualidad. Durante la evacuación del presidente, ministros y otras autoridades, la cantidad de histéricos fue tal que medio mundo murió. Aquel sujeto de la pantalla se convirtió en mandatario por sucesión, era viceministro de alguna cartera y, de pronto, quedó al frente de la nación.

La corriente eléctrica se estabilizó.

—… Oficialmente hemos entrado en el día veintiocho desde el brote mundial. Hemos sido golpeados duramente, hemos perdido familias, amigos y colegas, pero somos un país fuerte, un país con una historia milenaria, un país… —el presidente guardó silencio y bajó la mirada, su voz se quebró—. Sé que creen que todo está perdido, pero estamos haciendo todo lo posible para enfrentar esta tragedia…

Un sonido de fondo alertó al presidente, quien fue resguardado rápidamente por personal de la Marina. Desapareció de la pantalla y de inmediato se pasó al anuncio de cuarentena que se repetía las veinticuatro horas desde hacía unas semanas.

—Disparos, esos fueron disparos… los muertos están en la isla —susurró Joel, con un aire de orgullo.

—Sigues con eso de los muertos… —La cabellera negra azabache de una mujer alta y atlética, cubría su rostro lleno de hematomas. Tenía los labios partidos por la deshidratación y por los puñetazos que recibió al intentar lanzarse desde la azotea.

—Cállate, ¿acaso quieres que Rubén te dé otra tanda cuando vuelva?

—Si es que vuelven… —Elsa desafió al rollizo hombre con una mirada inyectada de rabia. Rubén y Walter llevaban casi dos días fuera, en busca de provisiones.

—Eres una zorra… —Joel se desabrochó el cinturón y expuso su miembro flácido y sudoroso— ¿Esto quieres? Te voy a callar con esto, ahora mismo.

Elsa reculó, tratando de escapar de la embestida del hombrecillo obeso, pero estaba atada de manos a una baranda, igual que las otras dos mujeres.

—¡Déjala, cerdo! —gritó Sandra. Afuera la calle se llenó de gemidos.

Joel retrocedió hasta la recepcionista.

—Cállate, carajo, no grites. El ruido los atrae —le susurró llevándose el dedo a la boca.

—Qué me importa. ¿Qué más da, si quiero morir? ¡Quiero morir! —gritó Sandra.

Joel le volteó la cara con el reverso de la mano, la cogió del cabello y le estrelló la cabeza contra la pared. Eso bastó. Sandra dejó de protestar.

—Hijo de puta. —Elsa apretó los dientes, la sangre le bullía vehemente debajo de los moretones y las cicatrices. El hombrecillo seguía con el miembro afuera, como una pieza de jengibre, arrugado y maloliente, entre el vello púbico—. Tú no puedes tocarme, pedazo de mierda, Rubén me reserva solo para él, ¿no? Cuando regrese y sepa que metiste esa pequeñez en mí, te abrirá la cabeza. —La abogada miró a Joel con una mezcla de desdén y asco.

—Si regresa… —La expresión del gordo era demencial, salivaba como un perro rabioso y se pasaba la lengua por los labios. Elsa no se inmutó ante esa demostración de poder.

—Regresará —intervino Miriam, una mujer que había sido enfermera antes del brote mundial. Vivía sola, su esposo se fue de la casa y su hija desapareció con el primer bueno para nada que encontró. Miriam no era de intervenir en estas situaciones. Pensó en voz alta y se arrepintió por haberlo hecho.

Joel no sabía a quién dirigir su rabia. Al final chilló como un cerdo, guardó su sexo y se retiró de la oficina.

—Voy por aire… no se muevan —dijo burlonamente y dejó a las mujeres atadas, golpeadas y con hambre.

El silencio reinó.

2

Mientras seguían la transmisión a través de una radio a pilas, Nilson y Renzo hacían barras usando un tubo de fierro instalado en el marco de la puerta. Competían, mantenían el físico, no se despeinaban.

—¿Qué crees que habrá pasado? —preguntó Nilson, el mayor de los dos. Tenía la musculatura formada y las manos cubiertas por cicatrices. Su rostro sudoroso era ancho, cuadrado, de nariz y ojos pequeños. Tenía una mirada que intimidaba, como una serpiente. Antes del brote había sido teniente de la Marina.

—Lo sabremos mañana, tal vez haya un nuevo presidente. Si no hay novedades en doce horas, asumiremos que el Gobierno desapareció —le contestó Renzo. Tenía el cabello corto, la barba afeitada y grandes ojos pardos que reflejaban una expresión calmada. Vestía un polo desteñido de Star Wars que había encontrado en un departamento abandonado cuando buscaron ropa y suministros. Jamás se quitaba un anillo que fue de su madre.

Nilson se soltó del agarre, se estiró y fue hasta un calendario colgado en la pared, destapó un plumón rojo y marcó sobre la fecha.

—Veintiocho días. Oficialmente estamos en el día 28 del brote mundial. ¿Quién decide eso? ¿Quién marcó el día uno? ¡Oh sí! Desde hoy el mundo se va al diablo. Inicien la cuenta regresiva para el juicio final, cojan sus biblias y rueguen por ser salvos.

—Basta, sabes que soy católico, no me gustan esas bromas.

—¿En serio, católico a estas alturas? ¿Todo esto te parece el plan de Dios?

—Ya te dije que no tengo todas las respuestas, solo no jodas con el tema.

—Muertos de mierda…

Nilson se limpió el sudor con una toalla rosada y se asomó por la ventana del departamento ubicado en un octavo piso. Era un edificio multifamiliar frente al mar. El sitio era de Renzo, abastecido y reforzado; cuando la epidemia estalló, él y Nilson optaron por encerrarse. Ambos creían que una catástrofe de gran magnitud ocurriría pronto, después de todo, habían crecido en la década más convulsionada que tuvo la historia humana: la era del terror biológico.

—¿Qué tipo de bicho podría hacer esto? —preguntó Nilson mientras miraba al exterior. Las lamas de las persianas le permitían ver a los reanimados que se arremolinaban en las calles.

—Uno muy feo. En las noticias siguen diciendo que son personas infectadas y que deben ser puestas en cuarentena, tienen algo muy contagioso y necesitan una cura urgente —respondió Renzo sin mirarlo.

—¿Cura? Ese es el problema con los burócratas, no saben solucionar las cosas y luego toman decisiones estúpidas. Te aseguro que la situación estaría controlada hace mucho si los militares dirigieran el Gobierno; harían una limpieza metódica y exacta… pero los tipos de corbata quieren una cura. Una puta bala en la cabeza es la cura. ¿Cómo pueden decir que son gente enferma? ¿Ves a ese con traje y corbata? Tiene la panza rajada y le cuelgan las tripas; o esa mujer, está desnuda, sin brazos y con media cara hecha mermelada. No me jodas, están muertos, jodidamente muertos.

Afuera, la calle principal era un hervidero de cuerpos andantes; cientos de niños, mujeres, hombres y ancianos arrastraban sus pasos alrededor del edificio, como si sospechasen que adentro aún quedaban presas.

—Aléjate de la ventana —le recordó Renzo. Era una de las tantas medidas de seguridad.

—¿Qué va a pasar? No seas marica.

—Como sea, te toca hacer la ronda.

Nilson se alejó de la ventana y fue por su rifle. Revisó el cargador. Se lo puso al pecho y se acercó a Renzo.

—Señor, sí, señor. —Realizó el saludo militar y le plantó un apasionado beso a su novio.

La radio crepitó, la transmisión se reanudó. Al parecer aún quedaba Gobierno.

—Sintoniza, sintoniza —le apuró Nilson.

Renzo manipuló la antena hasta que dio con la voz del presidente en funciones.

…confirmado, repito, confirmado por el presidente interino de los Estados Unidos… no sé cómo puedan tomar esta noticia, pero la comunidad científica se reunirá para definir los parámetros…

—¿Confirmado qué? ¿De qué está hablando ese burócrata?

—Shhh, deja escuchar.

Se los llama reanimados… aparentemente el patógeno, altamente contagioso, se transmite por fluidos. Un corte, una mordida y estás infectado… el patógeno produce la muerte del huésped para luego reactivar el sistema nervioso, creando un ser sin funciones orgánicas activas que busca infectar a otros seres vivos, con el afán de esparcirse. Estas personas están oficialmente… clínicamente muertas, repito: clínicamente muertas….

—¿Recién lo admiten? —Renzo pegó el oído a la radio.

No son personas vivas, no son personas que podamos curar, no podemos tratarles. La Sdbc está cambiando todos los protocolos de cuarentena y medidas para contener a los reanimados dentro de las áreas infectadas. El presidente de los Estados Unidos y su homólogo ruso han concluido que se deben tomar medidas de fuerza mayor para evitar que se esparza la pandemia…

—Sabes qué significa eso, ¿verdad? —preguntó Nilson mientras apoyaba la mano en el hombro de Renzo; su promoción de escuela. Ambos Fuerzas Especiales de la Marina de Guerra del Perú; ambos desertores.

En tres días iniciarán bombardeos calculados con ojivas nucleares. Dentro de Estados Unidos, Rusia, India, Corea del Sur, China y otros países… Que Dios nos ayude.

—… Las decisiones estúpidas —murmuró Renzo.

3

Álvaro temblaba, no de frío, sino de remordimiento. Quería conciliar el sueño, pero una pesadilla lo perseguía cada vez que cerraba los ojos. En ella conducía su camioneta a toda velocidad, vestía pijama y su pequeña hija estaba con él. En el asiento trasero no viajaba su esposa o su amante, iba una ex enamorada de la universidad. Todos estaban asustados, escapando de un ejército de personas poseídas por la vesania.

En algún momento, sin importar qué tanto pisara el acelerador, las manos de los mutilados iracundos daban con el vehículo, se aferraban, lo llenaban de golpes hasta reventar las lunas y penetrar en el coche. De alguna manera, Álvaro lograba escapar, pero la misma suerte no la corrían su ex y su pequeña, quienes eran engullidas por el tumulto feroz. Álvaro gritaba el nombre de su niña, se le partía la garganta, se internaba entre el grupo sin cuidarse de ser atacado, hasta que daba con los restos de su hija; solo tripas y cabello. El ingeniero civil se despertaba empapado en sudor. Cada noche, desde que el brote mundial le arrebató a su familia, lo acompañaba un lastimero llanto.

Ese día, Álvaro se quedó petrificado en la ventana de su casa cuando el auto de su mujer fue impactado por una turba frenética que lo volcó, lo abrió como a una mandarina y extrajo del interior a las dos pasajeras para devorarlas. Quiso gritar, quiso correr, quiso actuar, pero solo atinó a recordar los pendientes de la semana. Su estado de shock lo abstrajo hasta que oyó el tronar de los huesos de su familia, entonces vomitó hasta el hartazgo. Se sintió forzado a ver cómo morían por su cobardía.

Al principio, las noticias decían que eran enfermos violentos y que merecían tratamiento. Álvaro sabía de primera mano que se equivocaban.

Permaneció en su casa comiendo lo que encontraba como un animal rastrero en busca de sobras. Su mente tendía a desconectarse y se quedaba absorto mirando la pared; repasaba cada momento de aquella experiencia, solo que en su imaginación no se quedaba quieto preso del terror, salía de la casa armado con un cuchillo, con una pata de la mesa, con cualquier cosa que le permitiera enfrentar a la turba y rescatar a su niña. En otras fantasías las salvaba a las dos, en otras moría al suponer que no habría forma de enfrentarlos.

Vivía de masticar cereal y beber agua que embotelló antes del corte. Una semana sufrió del estómago y pensó que moriría de deshidratación, pero al final solo bajó dos tallas y se acabó las reservas de papel higiénico. Bajó de peso y comenzó a desarrollar un hábito repugnante, pues, al quedarse sin agua, defecaba en bolsas plásticas que rejuntaba en una esquina del cuarto.

Su casa estaba al final de una manzana, justo en la esquina. No sabía qué sucedió con sus vecinos, cada tanto oía gruñidos o arañazos cuando se aventuraba a la sala en sus paseos improvisados. Luego despertaba de la fantasía, se daba cuenta dónde estaba y corría, a pies descalzos, hacia un colchón tan percudido que había perdido el aroma de su esposa.

La energía eléctrica fluctuaba por sectores. Álvaro procuraba no encender las luces, el televisor o la radio, no cargaba el celular ni encendía la estufa para prepararse algo caliente. La comida se le iba terminando y pronto tendría que descongelar carne de la refrigeradora para freírla. Tenía miedo, creía que el olor podría atraer a «esas cosas», y al recordar de lo que eran capaces, se mantenía en posición fetal, con los ojos abiertos hasta que se le resecaban.

En la mesa de noche, debajo de todas las envolturas de chocolates y embolsados, se ocultaba una fotografía de su familia, donde se apreciaba a una mujer muy bella, de nariz pequeña y respingada, al lado de una niña con la misma nariz y cabellos castaños. Acompañaban a un hombre de barba en candado, bien vestido y de mirada profunda; de ellos ya no quedaba nada.

4

Rubén y Walter permanecían estancados entre dos inmuebles. Llevaban algunas semanas saliendo por el techo de la notaría con la ayuda de una escalera de riel, hurgaban en las casas que podían. Con sumo cuidado hacían un poco de ruido y esperaban a que salieran los propietarios, en ese momento debían ensartarlos con lanzas hechas con cuchillos, amarrados a palos plásticos, o les reventaban la cabeza con ladrillos. Todo era indicación de Joel, quien era una especie de erudito en el tema de los muertos reanimados.

Antes del brote, Rubén era taxista, padre de tres hijos y quizá de un cuarto, con educación técnica trunca y una vida desordenada. Tenía que responder por tres criaturas a tres madres diferentes, su vida se había convertido en un vaivén entre el trabajo y la bebida. Cuando el brote llegó a Lima, abandonó su auto frente a la notaría antes de que el enjambre arrasara con todo. De su familia no supo nada más.

—¿Estás listo? —preguntó Rubén apuntando su lanza hacia una puerta, era el acceso a la azotea de una residencia. Tenía la mano en la perilla y habían escuchado un ruido en la planta inferior—. ¿Ya te gustó usar eso?

—Viste lo que le hizo al otro muerto. —Walter sostenía un bate metálico que encontraron en la casa anterior. El mazo era liviano pero contundente. En la vivienda anterior vieron arrastrarse por el suelo a una señora con el esternón abierto y sin piernas. Sus ojos eran blancos, por cada herida destilaba una melaza oscura y putrefacta. Le habían rajado la garganta abriéndole otra boca y por ello, cuando gruñía, salía un sonido sordo reverberante. Walter le abrió la cabeza como un melón maduro con el bate y Rubén cerró la puerta principal de la casa antes de que entrasen más.

—Sí, ya sé, pero igual hace mucho ruido.

—Los cuchillos no les hacen nada.

Eso era cierto, una hoja afilada cortaba la carne, desfiguraba, pero no podía penetrar el hueso del cráneo. Ambos habían tenido suerte al enfrentarse a solo tres reanimados en tantas incursiones. El primero fue un anciano confinado a su silla de ruedas, delgado como un alambre y arrugado. Cuando los vio, se lanzó desde su silla, cayó y se arrastró con furia, usando sus brazos. Pudo subir las escaleras profiriendo gritos espantosos que alertaron a la cuadra entera. Rubén perdió toda la hombría proferida y lanzó la pica improvisada con la esperanza de neutralizar al esperpento diabólico, pero solo consiguió filetearle el rostro exponiendo sus dientes y su globo ocular. El anciano siguió hasta que Walter destrozó una maceta sobre la corona del discapacitado. Aquello lo ralentizó hasta que una segunda le abrió el cráneo. El reanimado convulsionó rabioso para luego quedar totalmente yerto. Por el terror experimentado, ambos hombres regresaron sus pasos entre llantos y vómitos. La primera misión fue fallida, por ello en tres días nadie comió.

La segunda vez el susto fue para Walter. Ingresaron a una casa con amplias ventanas, iluminada por la luz de día. Llevados por el hambre fueron sin precaución hasta la cocina, donde rapiñaron cualquier cosa que estuviese en buen estado, sin percatarse de los huesos resecos de un pequeño perro. El reanimado que había devorado al animal dio pasitos lentos hacia Walter, pero tropezó un segundo antes de poder afianzarse en su pierna, así que mordió su bota. El hombre pegó un grito agudo, como si le estuviesen estrujando los testículos. Cuando observó a uno de los reanimados, notó que era un niño de unos cuatro años con la carita llena de pelos de perro y sangre reseca, con los dedos destrozados, a tal punto que se le veían los huesos. Se apuró en romper su cabecita con un rodillo de madera. Después oyeron golpes en la puerta de la habitación principal. ¿Serían los padres?, pensaron ambos. No se quedaron para averiguarlo. Cargaron con todo lo que pudieron y huyeron.

—¿Oyes eso? —preguntó Rubén.

—No. ¿Qué es?

—Por las puras eras policía.

Efectivamente, Walter era un policía retirado que se ganaba la vida como seguridad de la notaría. Cuidaba a «los ángeles», como les decía a las chicas que trabajaban en el local. Cuando el brote estalló, quedó encerrado junto a Elsa, Sandra y los clientes Joel y Miriam. Rubén entró último. Cerraron las puertas y escaparon al interior de la oficina. En un inicio seguían las noticias por la televisión. Se decía que hubo un atentado a pocas manzanas de donde estaban, un brote de rabia que arrasó con un hotel y un instituto; de ahí la locura no se detuvo hasta que entró a tallar el ejército y la Sdbc. Para entonces, al igual que cientos de vecinos, quedaron dentro del cordón de cuarentena, se vieron obligados a sobrevivir rodeados de aquellos enfermos de ira.

—No tengo mi arma, imbécil.

Habían dejado el revólver con Joel para que protegiera a las chicas, quienes eran la única fuente de diversión de los hombres. Durante los primeros días, todos se apoyaban para sobrevivir en la notaría, pero a medida que el hambre, el cansancio y el encierro aumentaban, los hombres dejaron los modales y las doblegaron, las golpearon y las violaron en repetidas ocasiones. Ahora ellas eran sus prisioneras. Intentaron escapar en repetidas oportunidades, por ello el gordo resguardaba a las chicas con arma en mano.

—Ya, de una vez, abre la puerta que tengo hambre —insistió Walter.

—Carajo —renegó Rubén. Giró la perilla y empujó. Por el resquicio de la puerta escapó una vaharada pestilente que los hizo retroceder, como si una fuerza invisible los empujara. Las náuseas invadieron sus gargantas y el asco les penetró hasta el bulbo olfatorio. Era sofocante la podredumbre percibida, lo que fuese que contenía la casa llevaba días pudriéndose. Algo empezó a rascar la pintura de las paredes, un sonido que se hacía cada vez más cercano.

—Hay algo —señaló Walter ocultando la cara con el brazo.

—¿Dónde? —Rubén tenía lista su lanza, no sabía qué emergería de ahí.

La oscuridad dio paso a un espectro casi esquelético, un ser rebanado con poca carne en su sitio, sin rostro ni ojos, solo tenía una enorme fila de dientes que masticaban el aire. Las venas restantes eran gruesas y negras, su dorso terminaba en una columna vertebral que se movía como si se tratase de una extremidad vestigial.

—¿Qué…? —Walter anhelaba darle un buen golpe con el bate cuando la criatura se desplomó ante ellos, sus manos aún se cerraban en el aire, pero el resto de su cuerpo ya no se movía.

—¿Cómo pudo terminar así? —se preguntó Rubén extrañado. Avanzó hasta los despojos. En ese momento, varios gruñidos, seguidos de estertores de ultratumba, anunciaron la presencia de los residentes de la casa.

—¡Corre! —gritó Walter.

5

Desde las ventanas del segundo piso, Joel observaba el comportamiento de los muertos vivientes. Estaba claro que eran rápidos, los había visto por televisión y a menos de cien metros. No sentían dolor, podían estrellarse contra una puerta y romperse todos los huesos si eso significaba ingresar a la casa para cazar a su presa. Comían de todo: perros callejeros, aves, ratas y, por supuesto, humanos, pero solo las personas eran capaces de regresar a la no vida. No había alimañas reanimadas. «Demasiado interesante». El gordo se fascinaba con lo que veía. Durante su vida coleccionó, vio y clasificó un sinnúmero de filmes de terror y ciencia ficción. Se sabía de memoria los manuales de supervivencia para estos casos. Incluso, se veía a sí mismo preparado para sobrevivir a cualquier vicisitud, como una especie de héroe noventero con armas en ambas manos y chicas aferradas a su musculosa anatomía. Las armas no las tenía, la pericia tampoco, mucho menos el físico, pero sí tenía a las nenas. El encierro en la notaría había empezado con una fase de desesperación, llanto y terror. Luego vinieron las palabras de aliento, el gasto de recursos para tratar de escapar, llamadas telefónicas, mensajes de texto, un mantel que ondeaba en el techo y nada resultaba. Las normativas de la División Especial decían que este brote era de clase 4, algo nunca visto. La primera semana pasó, fue Joel quien les dijo la verdad a los incrédulos, él debía iluminarlos, pero lo tildaron de imbécil, de estúpido, de drogado, de virgen. Todo lo anterior ya lo había escuchado, pero lo último, viniendo de la recepcionista, no lo toleraría. Él, mejor que nadie, sabía que los humanos eran como ratas. Enciérralos el tiempo suficiente bajo el estrés más sórdido y pronto verás su verdadera naturaleza.

Al inicio de la segunda semana, casi no quedaba nada para comer o beber. Nadie vendría con ayuda. El Gobierno anunciaba que el cordón se prolongó hasta Puente Piedra por el norte y Villa El Salvador por el sur. Es decir, en menos de diez días, la capital había caído. La misma situación ocurría en todo el mundo, donde grandes potencias hacían retroceder tropas y refugiados a fin de aislar a los rabiosos. Aún los trataban como personas enfermas, pero volaban puentes y bloqueaban carreteras para evitar su avance. Nada funcionaba. Joel sabía que todas esas medidas eran inútiles ante el enemigo que tenían, un enemigo que no tomaba rutas racionales en su avance. Si los muertos querían llegar al otro lado de la barricada, nada lo impediría.

Cuando el cansancio, el hambre y el estrés era parte de todos los presentes, Joel hizo su movimiento. Se acercó a Sandra con el afán de darle apoyo y cortejarla. La joven estaba tan estresada que molió a golpes al gordo, quien terminó chillando patéticamente en una esquina de la sala de reuniones.

Rubén salió en su defensa, Walter igual, eran tres contra tres y, aunque todos estaban cansados, era Walter el del revólver; eso inclinó la balanza y de ahí todo se fue al infierno. Joel necesitaba que los capaces consiguieran comida, así que después de debutar con Sandra, y de que sus aliados hubieran saciado su hambre de sexo, se dispuso a instruirlos en supervivencia en el apocalipsis. Rubén y Walter, como perros amansados, escucharon atentos, trataban de expandir sus mentes cuadradas para incluir el concepto de gente mutilada y muerta que camina.

Esa parte no fue difícil, bastaba con ver afuera, a la ingente cantidad de personas con carne colgando, intestinos ausentes, sangre oscura y pestilente. Listo, están muertos, pero, ¿por qué se mueven? Algo así tenía muchas hipótesis y ninguna conclusión. Joel concordó con los anuncios de la División Especial en que los fluidos de las criaturas eran contagiosos y debían ser evitados a toda costa. A partir de ahí seguía el plan de abastecimiento. Lamentablemente, el supermercado que tenían cruzando la calle estaba abarrotado de comida y de criaturas, por lo que estaba descartado. Encontraron una escalera en el almacén del cuarto piso de la notaría, con ella Rubén y Walter bajaron a la casa vecina. El plan era buscar en los hogares comida, agua, papel higiénico, medicinas y algunas cosillas de la lista para regresar antes de provocar un enfrentamiento. Una pelea era lo último que Joel quería, las probabilidades de vencer eran pocas. Las criaturas bramaban y en segundos la horda se reunía.

En la tercera semana comenzó a fallar la corriente eléctrica y el agua se cortó definitivamente. Por la televisión el Gobierno anunciaba la expansión del cordón fuera de la capital. Nuevos brotes habían aparecido en todo el país, el caos y el desorden reinaban. La División Especial había retirado sus tropas e investigadores hasta bases fortificadas donde las filas de refugiados se extendían hacia el horizonte. Pero no se recibía a nadie. Las calles empezaron a llenarse de vandalismo, acompañados de mordiscos y sangre. Los reportajes mostraban que, mientras ciertos países resistían la invasión, Perú y otras naciones se apagaban rápidamente.

Unos días más, algunos intentos de escape por parte de las mujeres, más golpes, más abuso, y la situación se definió.

—Bombardeo nuclear —festejó Joel con una sonrisa chueca. Estaba aislado en el baño. Este ambiente no se usaba desde que se fue el agua y la mierda quedó flotando, atrayendo todo tipo de bichos, pero el sabio Joel, amo del terror y la ciencia ficción, necesitaba estar en privado. Gracias a sus consejos, sus dos compañeros pudieron salir y regresar en varias ocasiones, permitiendo así que se mantuviese el status quo. Ahora el bombardeo arrojaba nuevas posibilidades, todo un universo de nuevas amenazas y estrategias de supervivencia, y él era el único que sabía toda la teoría. Era el centro del grupo, el corazón.

Las mujeres, en este nuevo escenario, no tendrían mayor opción que seguir ciegamente las instrucciones de «el Amo». Ya de por sí se podía hacer con ellas lo que fuera. El sexo servía para olvidar el estrés, el hambre y el aburrimiento. Podían hacerlo con Sandra o Miriam, podían sodomizarlas mientras colocaban un cuchillo en sus gargantas, pero no podían tocar a Elsa. Esa mujer, la mejor de las tres, era guapa, alta, de largas piernas y cabellera negra. Una fiera. Ella era de Rubén. El líder, él se impuso como el alfa de esa jauría. Joel estaba contento de tener a un tipo que era puro músculo y poco cerebro como líder; fácil de manipular, fácil de enfurecer, y furioso hacia lo que Joel le susurrara.

Joel se pasaba la lengua por los labios, tratando de respirar lo mínimo del tufo a heces. Pensaba en el coño de Sandra, de Miriam y de la imposible Elsa, también imaginaba acariciar las tetillas erectas de Rubén, chuparle el miembro en tanto cruzaban miradas. No sabía si estaba bien, no sabía si era normal, no sabía si podría; solo sufría, se angustiaba, se mordía la lengua y, cuando no podía soportarlo más, se encerraba en el baño con una hoja de afeitar rota y se hacía surcos en los muslos a fin de aliviar su potente ansiedad.

Sandra estaba atada con las manos sobre la cabeza, su cabello cubría la sarta de golpes que había recibido, por sus labios escapaba una mezcla de saliva y sangre. Lloraba en silencio, un mínimo ruido y Joel regresaría a darle el segundo round.

—Sandra, Sandra. —Elsa la llamó preocupada. Esos veintiocho días encerradas parecieron el infierno en la Tierra, pero Elsa, terca en su afán, permanecía aferrada a una especie de esperanza narcisista, desvirtuada y opaca.

La otrora recepcionista levantó la cabeza. Elsa vio su rostro reventado a golpes y se llenó de rabia. Sandra no tenía ganas de nada, pero igual le regaló media sonrisa a su jefa.

—Sandra, vas a estar bien, esto va a terminar, de verdad, pronto terminará. Aguanta un poco más.

—¿Cómo sabes que terminará? —preguntó Miriam, que estaba entre ambas mujeres—. ¿Otra vez vas a empezar con tu juego de terapia? —No alzaba la cabeza, hablaba con el suelo y aunque muy rara vez lo hacía, siempre era en tono deprimente, apagado, rendido—. Todo esto acabará cuando estemos muertas, Elsa, no antes.

—Miriam, debemos ser fuertes, debemos…

—¿Debemos qué? Hace unos días lograste huir al techo. Rubén te trajo por el cabello desde la azotea y te azotó frente a nosotras. ¿Para qué huir al techo? ¿Te querías matar, Elsa? ¿Así de fuerte eres?

—Yo… —Elsa se mordió los resecos labios, estaba segura de que su rostro se llenaría de lágrimas, si le quedaban, sentía que había llorado lo suficiente como para tres vidas.

—Tú solo nos dices que tenemos que ser fuertes, pero esto jamás terminará.

—¿Entonces hacemos como tú? —respondió Elsa, presa de una bilis incontrolada—. ¿Aceptamos las cosas como van y nos dejamos destruir por estos infelices? ¿Eso debemos hacer?

—¿Qué queda? —Miriam seguía observando el piso, se negaba a contemplar a Elsa, no podía sostener la mirada a nadie.

—¿Qué queda? Maldita sea. ¿Cuántas veces hemos discutido por lo mismo? ¿Es mejor rendirse o pelear? Quizá a ti te funcione vivir rendida, sin ganas de nada, aceptando todo como viene. Quizá a ti, pero a mí no.

—¿Y es mejor oponerse a este infierno? ¿Cómo te ha ido con eso? De todas, eres la que más golpes recibe, eres la puta privada del peor de estos tres ogros y la única vez que pudiste escapar fallaste. ¿Fallaste o dudaste? ¿Qué tipo de fuerza nos puedes enseñar cuando eres la más patética de las tres? Esto no acabará porque tú lo quieres, Elsa, así no funcionan las cosas. —El tono monótono de Miriam revelaba más que sus palabras. Tenía heridas del pasado, llanto acumulado y resignación.

—Terminará, no sé si será pronto, no sé cuánto tiempo tomará, pero saldremos de aquí y ellos pagarán por lo que nos han hecho.

—¿El karma?

—Todo da vueltas.

—Estás bastante grandecita para creer en esas estupideces.

—Lo que siembras lo cosechas…

—No, Elsa, el karma no existe. Los malos ganan y se van sonriendo. La justicia divina es la excusa que todo mundo esgrime porque no tiene el valor de vengarse por sí mismo…

—Cállense, carajo. —Joel entró agitado, sudoroso, con las piernas temblando, pálido. Sus manos, aún con sangre, estaban empuñadas, tenía la expresión de un bulldog con los cachetes caídos.

—¿Qué has hecho? —preguntó la abogada al ver los puños bañados de sangre carmesí. Su mente se desvió por parajes extraños, ideas que jamás pensó que podría elucubrar, y aquello le dio miedo.

Antes de que Joel pudiera contestar y propiciarle un par de cachetadas a la abogada, varios alaridos llenaron la calle.

6

Empezaron los chillidos.

En alguna parte de la manzana, algo había alertado a los infectados; los sacó de su letargo, los impulsó a matar.

Álvaro era consciente del peligro que implicaba salir de la cama, de su refugio seguro debajo de las percudidas sábanas. Cada nuevo desgarrador bramido le hacía temblar, era como una corriente debajo de su piel. Era miedo. El ingeniero se retraía más y más hasta que su delgado cuerpo, deformado por el hambre, tomaba una posición fetal; añoraba regresar al vientre materno y la vez anhelaba desaparecer.

Lloraba y salivaba espuma blanca, se tapaba el rostro con una almohada para ahogar el sonido de los muertos. Los caminantes estaban furiosos, algo los había despertado. De pronto, el ingeniero pensó que el acceso a su techo no estaba del todo seguro. En su mente comenzaron a dibujarse imágenes de los mutilados penetrando en su vivienda en busca de su carne. No podía defenderse, en todas las simulaciones salía herido, muerto, devorado en vida. Debía asegurarse de que la puerta estuviera bien sellada. En todo el tiempo que estuvo encerrado nunca pensó en aquella posibilidad hasta ese momento.

No podía dejar de temblar, si estiraba un centímetro las piernas, luego las recogía dos. Llegó al punto de sentir dolor corporal por la tensión y le costaba respirar por el moco que invadía su cavidad nasal. Sorbió lo que pudo, alejó la almohada que lo sofocaba. Los alaridos se hicieron más fuertes. Álvaro se estiró hasta la cabecera de su cama, corrió con un dedo la cortina. Afuera, la calle estaba convulsionada como los primeros días del brote. Los cuerpos se veían más demacrados y, a la luz del día, los detalles de sus heridas, disecciones y sangre infecta eran más notorios. El infame grupo corría calle abajo alejándose de su casa. «Y si me voy», pensó por un momento; sin embargo, contempló que, en otras viviendas, en las ventanas, en los pasajes entre casas, en todo lo que restaba de la urbanización, aún quedaban más de esas cosas. Decepcionado, se arrastró fuera de la cama hasta el balde que había convertido en baño. Su estómago estaba vacío. Orinó un par de gotas de un amarillo pardo y una lombriz de excremento terminó por llenar el balde a tope. No tenía energías para tirar el contenido, así que haría lo de siempre: recularía en su cama hasta que el alboroto pasara y se acostumbrase al hedor de su propia existencia.

—Quizá quede gente viva en la manzana —dijo en voz alta, al deducir que las criaturas solo se movían así cuando había algo que comer: un perro, un gato o humanos. Se tapó con la almohada y trató de conciliar el sueño.

7

—¡Hijos de puta!

Rubén pegó un salto que ni él creyó capaz de realizar y pasó de un techo a otro. Llevado por la adrenalina, no sintió el peso de la mochila medio llena. En dos días no habían dado con mucho entre esas casas. Walter llevaba lo mejor: unas conservas en almíbar que serían el plato fuerte; Rubén cargaba con un pan de molde grande y una botella de agua de medio litro. En menos de un mes, con la electricidad fallando, la mayoría de los alimentos dentro de las casas se echaron a perder.

Los reanimados eran rápidos. Los que tenían los músculos de las piernas mutilados corrían hasta que sus tendones reventaban y caían de bruces, luego seguían arrastrándose. Los que estaban en mejor estado eran mucho más veloces, fueron estos quienes persiguieron a Walter. En cuestión de segundos acortaron distancia con él y tuvo que tirar la mochila y el bate para aligerar peso y ganar velocidad. La ventaja era que los cadáveres no calculaban su avance, si había un bache se tropezaban y caían. Por poco lo alcanzaron en dos ocasiones, pero bancas, bicicletas y un toldo a medio caer lo salvaron.

—¡No tires la comida! —le recriminó Rubén. Walter siguió corriendo. Los muertos ignoraron las raciones en almíbar.

—¡Corre! —Walter se alentaba a sí mismo.

Rubén pivotó sobre su sitio y arrojó su lanza improvisada a las piernas de Walter, este saltó, pero el largo mango le hizo tropezar y se dio de cara contra el suelo. Se raspó la barbilla y se mordió la lengua, la sangre emergió como la de una cobra escupidora. De inmediato, su cuerpo fue embestido por varios caníbales que se estrellaron contra él como un tren de carga; lo arrollaron y se convirtieron en una maraña de piernas, brazos y cabezas. Terminaron en una media pared y, sin pausa, mordieron y arrancaron la carne del vigilante, quien gritó ante el dolor extremo.

El taxista logró marcar distancia hasta que trepó a otra morada vecina. Metro y medio de pared era más que suficiente para detener a las criaturas. «Carajo, él tenía las conservas», se lamentó y siguió corriendo.

8

La televisión mostraba el anuncio estático de cuarentena. En el borde inferior una cinta comunicaba las últimas noticias: «La ONU se reúne de emergencia para debatir las medidas tomadas por las potencias nucleares del mundo. Un bombardeo masivo posiblemente acabe con la pandemia, pero también causaría un daño irreparable al ecosistema mundial». Elsa recordó que hace poco más de una década el mundo entró en una crisis que llevó a la humanidad al borde del colapso. Se le llamó la «crisis del abismo» y se produjo por un cambio climático que causó una extinción masiva, falta de recursos, sequías y estrés hídrico. La gente moría a tal velocidad que muchos la llamaron la segunda peste; las fosas de cadáveres se contaban por miles en todos los países. Por aquel entonces, la ONU se reconfiguró para crear nuevas alianzas y estrategias para combatir estos males, aunque la situación no hizo más que empeorar. Aparecieron grupos extremistas que renegaban de los líderes, de la sobrepoblación y encontraron la solución en la reducción abrupta de la humanidad. Los nuevos terroristas no se guiaban por la fe. El agua y la comida eran su nuevo credo.

—¿Crees que esto es cosa de terroristas? —Por algún motivo Elsa se vio impulsada a conversar con Joel. Sentía asco por aquel ser, pero este parecía saber lo que estaba pasando. Aprovechó que las otras dos mujeres dormitaban totalmente abatidas.

Joel, sentado en la silla de gerencia, presionaba sus uñas contra su pantalón raído. El dolor le hacía olvidar que era aborrecido por los demás, su miserable vida y el hambre. Cuando Elsa le habló, se asombró tanto que se sonrojó, de pronto una linda mujer se interesaba en lo que él sabía.

—No, no son terroristas, ningún grupo tiene tanto poder como para infectar el mundo entero. Mira los anuncios. Lo que está pasando aquí pasa en China, Alaska, Australia. Es demasiado.

—Tus series y dibujitos chinos te ayudaron a deducirlo… —Elsa no pudo contener las ganas de burlarse.

—¿Qué dijiste, puta? —el rollizo sujeto se quiso poner de pie, pero había perdido regular cantidad de sangre y tenía el estómago vacío. Sintió que perdía el equilibrio y se quedó rumiando maldiciones. Le apuntó con el arma.

Elsa fue invadida por un temblorcillo incontrolable.

—Lo siento, no quise… —dijo retrocediendo.

—Sí. No quisiste, todas dicen eso cuando se burlan del gordo friki. ¿Por qué serías diferente?

Elsa lo odiaba, los odiaba a todos, pero no podía hacer nada. Reprimió su cólera y se concentró en el dolor de sus muñecas. Joel, en cambio, no podía contener las ganas de explicar lo que sabía.

Afuera los alaridos continuaban, hacía media hora que nada callaba a las criaturas; no obstante, ellos estaban seguros. Rubén y Walter volverían, debía creer que eso pasaría. Se pasó las manos por la panza, intentó olvidar el hambre e hiló sus ideas.

—Piensa un poco en cómo se desarrollaron las cosas —le dijo Joel—. Primero, la súper crisis. Hace doce o trece años las naciones casi se matan entre sí por un poco de agua y papas. Las Naciones Unidas tuvieron que forzar alianzas y crear organismos que redistribuyeran lo que quedaba. La soberanía de varias naciones se fue a la mierda para que empresas privadas controlaran los bosques, los cultivos, el ganado. Con eso se creyó que las cosas estarían bien, pero luego vinieron los extremistas. Dicen que son gente con hambre o nacionalistas, pero es mentira…

—¿Los medios mienten?

—Los medios siempre mienten ¿No te das cuenta de que todos estos grupitos se hicieron con armas biológicas de la nada? ¿Así de fácil? Y muchos de los ataques no tienen sentido.

—La era del terror biológico es real, mis abuelos murieron por un ataque de ántrax en Cajamarca. —Elsa bajó la cabeza recordando lo sucedido.

—No digo que los ataques sean una mentira. Digo que los grupos no existen, los crearon igual que a tantos. Financiados por gobiernos o grupos de poder para ponerle una cara a la cual señalar y no ver al verdadero enemigo.

—Teorías de conspiración… estás loco —dijo Sandra de pronto. Ella estuvo escuchando la conversación en duermevela y había despertado.

—Sí. Soy un puto loco de las teorías. ¿Y sabes qué? Gracias a lo que sé, todos seguimos con vida.

Elsa retomó la conversación antes de que el gordo friki se desesperara y empezase a golpearlas de nuevo.

—Entonces, ¿con qué objetivo pasa todo esto? —preguntó ella. Lo miró fijamente, buscaba desviar su atención lejos de las otras mujeres.

Joel se calmó al ver el rostro de Elsa, era tan guapa a pesar de los moretones y el labio roto.

—Control poblacional —le dijo él con sorna—. Somos muchos humanos, el planeta está a punto de estallar, la idea era diezmar gente, pero las guerras no eran suficientes, así que se les ocurrió una era del terror biológico. Todo está conectado. —Se llevó las manos a la cabeza y abrió los ojos. ¡Estaba iluminado!—. Un par de años de atentados y masacres hicieron que la gente viva desesperada, al borde la locura. ¿Qué pasó? La nueva ONU nos presentó a la División Especial para el Control Biológico. La Sdbc, un grupo de científicos y voluntarios protegidos por los cascos azules que eran enviados a donde ocurría un brote. Ayudaban a los afectados, proveían alimentos y vacunas. Eran los salvadores.

—Pero los ataques no cesaron… —susurró Elsa.

—No, por el contrario, se hicieron más seguidos. Brotes de rabia. Brotes de cólera, bacterias que volvían a la gente violenta. Altamente contagioso, Cuarentena. Eran frases que se oían a menudo. Siempre se trataba de un bicho diferente, pero los infectados se portaban igual. Qué raro, ¿no? La Sdbc no se daba abasto para tanta desgracia, así que un tiempo después la ONU volvió a darle más poder, más gente, más recursos, más resguardo y poco a poco lográbamos alcanzar la paz… hasta la semana púrpura.

—En esa semana perdí a mis padres —los interrumpió Miriam. Había abierto los ojos hacía poco, lo que salía de la boca de Joel le parecían sandeces, su pecho ardió al oírle comentar sobre la terrible semana púrpura.

—Todos perdimos a alguien en esa semana… —Joel no se inmutó— la púrpura mató a muchísima gente, contener esa crisis demandó medidas horribles. ¿Vieron lo que pasó en Sierra Leona? ¿Qué resultó de ello? La División Especial surgió de las cenizas como un ave fénix con nuevo poder, ejército propio y con la jurisdicción y control sobre el CDC[1], la OMS[2] y la USAMRIID[3].

—Sí, la División Especial se hizo poderosa. ¿Ellos son los responsables de todo esto? —le preguntó Elsa consternada.

—No sé si son los responsables. Quizá son la solución desesperada. Piensen un momento. —Joel miró a todas—. Después de la semana púrpura, la División Especial obtuvo el control de todo: desarrollo y fabricación de medicamentos, vitaminas; investigación de microorganismos, experimentos con animales, transgénicos. La División Especial metió mano en todo con el pretexto de frenar el mercado negro de estos bichos. Todos aceptamos estas medidas. ¿Y cómo no? Después de esa horrenda década, ¿quién se opondría?

—¿Esa es tu teoría? ¿Los líderes del mundo presionaron a la población hasta que pedimos a gritos un grillete y cadenas?

—Poético, ¿no?

Un grito interrumpió el éxtasis de Joel. Un grito que sobrepasó los alaridos tétricos. Un grito humano de dolor extremo. Un grito cercano.

Las mujeres se acurrucaron hasta donde sus ataduras les permitieron. Joel se reacomodó en el asiento y puso gesto adusto, aunque las piernas le temblaban. Su pecho grasiento palpitaba con fuerza. Lo invadieron nuevas ganas de cortarse, pero no se sentía bien. La necesidad de aliviar su ansiedad luchaba contra el hambre y la prioridad de mantenerse consciente. Se mordió el labio inferior hasta sangrar.

—¿De verdad son muertos vivientes? —preguntó Sandra ocultando su demacrado rostro entre sus brazos.

—Lo son —respondió Joel—. Sea lo que sea que quisieron hacer, les salió mal y esta es la consecuencia.

9

El universo de Rubén era un habitáculo miserable hecho de tablas viejas y calamina que usó para refugiarse de la turba caníbal. Totalmente absorto por el espanto, no tenía ni idea de cómo salir de aquel reducido lugar.

Por poco no ingresó; al abrir la puerta, la fetidez de un cuerpo tumefacto y lleno de gases le dio la bienvenida. Otrora parecía una mujer llena de joyas y bien vestida que, por alguna razón, se refugió en la caseta y se pegó un tiro en la cabeza con un viejo revólver. El cadáver llevaba buen tiempo descomponiéndose y varios fluidos resecos acompañaban al cuerpo. Su carne, de color desagradable, comenzaba a desprenderse a medida que las larvas de cientos de gusanos hurgaban. El pus que supuraba por sus oídos y ojos era abundante.

Rubén era perseguido por las criaturas. Vio con el rabillo del ojo lo que le hicieron a Walter, el grito que pegó el vigilante no lo olvidaría jamás. Convencido de que era mejor compartir cuarto con la occisa que seguir corriendo, entró y cerró la puerta.

Abrazaba su mochila lamentando los dos días desperdiciados. Tanto Rubén como Walter eran los que en mejor forma estaban. Cada vez que salían y conseguían comida, primero se alimentaban bien, luego regresaban con las sobras. En los dos días que estuvieron afuera, devoraron cajas de cereal, fideos crudos y gaseosa. Una cerveza caliente embotó al guardia de seguridad y Rubén se llenó de gases. Se habían acostumbrado a ese ritmo. Entretanto, en la notaría, esperaban el gordo raro y las tres mujeres que hacían de harem. De alguna manera, la vida era buena. Era inmunda, sin embargo, no distaba mucho de lo que era antes del brote. El brote le había dado la oportunidad de hacer lo que quería y ahora pretendían arrebatárselo. No lo permitiría.

El cadáver de la mujer reverberó con una flatulencia que sonó como un auto viejo al arrancar. El vaho que escapó por su ano fue fatal. Regresó bilis a la boca de Rubén, quien contuvo el vómito. Por un pequeño ventanuco pudo observar que el espantoso sonido atrajo la atención de cuatro enfermos. Según el obeso, eran muertos vivientes, zombis. Una mujer con un sastre rasgado, un seno afuera, sin media cara, con el cráneo sin carne ni cabello; unos hombres en ropa deportiva, con el abdomen rajado, sin intestinos; un anciano sin brazos y sin el tren inferior de la boca, con su lengua verde colgando como la crisálida de un enorme insecto. No podían estar vivos. El gordo tenía razón, eran muertos vivientes. «Vaya mierda», pensó, estaban jodidos.

Los cuatros seres se separaron de la patrulla que barría el techo vecino y se acercaron peligrosamente. Rubén sintió un líquido tibio abrazando su pierna derecha. Presionaba la mandíbula al punto de causarse dolor, tenía los ojos abiertos como parabólicas, clavados fijamente en el borroso cristal del ventanuco. «Quédense ahí, no avancen más», pensó, y su cuerpo comenzó a temblar. Había recogido el revólver, aunque no sabía si estaba en buen estado. Abrazó la mochila como a su oso de peluche cuando era niño y tenía miedo a la oscuridad. «Me van a matar». Rubén ya se veía siendo devorado por los dientes amarillentos. Sudaba, sentía nauseas, le dolía el cuerpo entero por la tensión. Los cadáveres comenzaron a detenerse.

El tiempo avanzó. La mañana se hizo tarde. Los seres, a seis metros de la caseta, se quedaron ahí, tambaleándose apenas, con la mirada fija en la nada. Con esos ojos totalmente grises, sin vida. El taxista debía hacer algo para distraerlos. Estaba muy cerca de la escalera de la notaría. Dentro de la caseta el calor se acumulaba y esto acrecentaba el tufo nauseabundo. Las moscas hacían rondas entre el cadáver y la piel de Rubén, que se las quitaba de golpe. «Si tan solo pasara algo de aire». Miró a su alrededor y se le ocurrió una estúpida idea.

Las tablas que conformaban la caseta eran viejas, con un poco de esfuerzo podría zafarlas. Hincó sus uñas en la madera hasta astillarse los dedos, buscaba un punto de donde jalar. El olor del cadáver le penetraba el cerebro, lo perturbaba. Una tabla cedió. «Si se puede», se alentó, figurándose crear su propia salida.

El crujir de la madera hizo que los cuatro cuerpos cercanos gruñeran al aire, confundidos. Rubén no se rindió, lo intentó de nuevo; logró partir una tabla apolillada y una ráfaga de viento se coló en el interior; acercó su nariz para respirar aire puro, pero este venía cargado del olor marchito. Sintió asco y escupió para olvidarse de la gran calada. Otro jalón y rompió una buena parte. Con un poco de esfuerzo podría salir, pero los seres que le hacían guardia reconocieron el origen del crujido y arrastraron un estertor amargo que atrajo a otros mutilados cercanos. Rubén se quedó frío al ver cómo la mancha se acumuló. Se decidió a escapar. Al estar en el lado contrario del grupo creyó que no sería descubierto. El agujero ya era lo suficientemente grande como para permitirle salir. Arrastró su cuerpo fuera del rudimentario mausoleo y escapó a toda velocidad. Cuando los reanimados lo descubrieron, lanzaron rugidos coléricos y lo persiguieron, pero el taxista ya estaba lejos.

Los ruidos de sus pisadas pusieron a todos los sobrevivientes en alerta. Joel tomó el arma de Walter, apuntó a la puerta de la gerencia. Todos estaban adentro. Los pasos se acercaron directamente a la oficina y así supo el gordo friki que no se trataba de un muerto viviente. Ellos no buscan estratégicamente, iban por todo y ya. Pero no bajó el arma hasta que la puerta se abrió y un sudoroso Rubén ingresó.

—¡Deja de apuntarme con eso!

Joel temblaba, una mueca chueca de alivio se dibujó en su rostro. Dejó la pistola sobre el escritorio.

—¿Qué pasó? Dos días se han demorado —le increpó Joel.

—¿Qué ha pasado? ¿No oyes?

Los gruñidos habían vuelto y sus reclamos eran tortura para los oídos.

—¿Y Walter? —preguntó Elsa extrañada.

Rubén la miró con odio, su rostro se arrugó hasta deformarse.

—¿Quieres saber qué pasó? ¿Qué crees que le pasó? Maldita sea.

—Se murió… ¿Y tú porque no? —Elsa le devolvió la misma mirada.

—¿Qué cosa? —Rubén pasó de la rabia a la sorpresa ante tal acto de rebeldía; fue poseído por la vesania—. Te jodiste, te voy a tirar hasta que se te salgan los ojos. —Dejó caer el viejo revólver, abrió su mochila y rompió la bolsa, algunas tajadas de pan molde cayeron al suelo, guardó gran parte para sí mismo—. Ahí tienen.

—¿Estás loco? —preguntó contando con el dedo—. ¿Seis tajadas para todos nosotros? —reclamó Joel—. Yo soy del equipo, Rubén. ¿Por qué me tienes que joder a mí?

El hombretón acortó distancia con el gordo, la diferencia de tamaño se hizo obvia.

—¿Del equipo, pendejo? La próxima vez me acompañarás afuera, en vez de quedarte aquí y tirarte a las mujeres. Tú no eres del equipo, eres un parásito que apesta a culo. —Lo empujó con el pecho y Joel se tambaleó. Rubén se acercó a Elsa, tomó el cuchillo del escritorio. Ya sabían qué pasaría. La abogada era la presa personal del taxista, nadie aparte de él podía tomarla. Le pondría el cuchillo en el cuello mientras la penetraba; si intentaba algo le rajaría la garganta. Elsa se vio tentada en más de una oportunidad a buscar la muerte, pero el dolor la asustaba, debido a eso optó por el techo cuando logró escapar. Una caída, un segundo, un instante, y listo.

—Déjala, maldito enfermo. —Rubén se detuvo ante la intervención de Miriam. La enfermera era ultrajada por Joel y Walter, pero casi nunca hablaba, aceptaba todo tipo de vejación sin reclamar, recibía su mísera porción de comida y agua y nunca alzaba la mirada o pedía más. Daba la impresión, entre todos, de ser la más preparada para morir. Sin embargo, durante las semanas de encierro, Elsa y Miriam tuvieron cientos de oportunidades para poner a prueba sus conceptos sobre la vida. Elsa abogaba por mantenerse estoicas ante las crueles vicisitudes; Miriam, por otra parte, se dejaba arrastrar al infierno sin reclamar, desde su percepción no valía la pena oponerse a la furia del destino, rendirse y dejarse devorar por la tragedia era lo más lógico. Su intervención actual no tenía el carácter de contradecir sus convicciones, simplemente quería probar su punto ante la abogada.

—¿Qué has dicho, perra?

—Que la dejes. —Miriam no alzaba la mirada.

—No, Miriam, déjalo así. —Elsa tenía la voz partida por el miedo, pero intentaba no expresarlo.

—A ti nunca te ha tocado un hombre de verdad, ¿no? —Rubén soltó el cabello de Elsa y fue por Miriam. Se agachó hasta tenerla frente a frente.

—La calladita ahora habla. —Joel aprovechó en meter leña al fuego en tanto devoraba las mínimas tajadas de pan, dejando migajas para las chicas. Sandra miró con pena cómo se terminaba la comida.

Aquella provocación hizo estallar a Rubén, lanzó dos bofetadas hacia Miriam causándole una revuelta en el cerebro que terminó con un escupitajo de sangre. El taxista estaba poseído, las imágenes de Walter y los enfermos transitaban en su mente a toda velocidad. Usó el cuchillo para cortar las amarras, la tomó por el cuello y la elevó hasta que cruzaron miradas. Entonces le enterró el frío metal por debajo de las costillas perforando el pulmón. Miriam abrió su expresión, tosió sangre y aferró sus manos al brazo de Rubén. Temblaba, no creía lo que estaba pasando. Un fugaz pensamiento pasó por la mente de la enfermera al darse cuenta de que se pasó de la mano con la provocación. «No, así no». El taxista la dejó caer. Las otras mujeres lloraban.

—¿Qué hiciste? —reclamó Joel.

—¡No me jodas, gordo! ¡Ella se lo buscó! —Rubén se alejó hacia la sala de conferencias.

—No la puedes dejar aquí, se va a transformar… —Joel comenzó a sentir arcadas por el miedo.

—Pues ahora te encargas tú. —Rubén cerró la puerta zanjando el asunto.

Elsa se detuvo en Miriam, tenía las manos atadas, pero igual quería alcanzarla. La enfermera se desvanecía, su respirar era agitado, la sangre brotaba por sus labios y la hacía toser. Se presionaba la herida para detener el sangrado, pero las fuerzas la dejaban. Miró a Elsa.

—No, no, no, no, no… Miriam. Quédate conmigo, quédate conmigo, Miriam, no, por favor, no. Respira, calma, tranquila. —Vio a Joel—. ¡Suéltame, hijo de perra, suéltame, necesita ayuda!

Joel padecía de tics que lo hacían moverse robóticamente.

—No se puede hacer nada, se va a morir y nos comerá a todos… no, no, a mí no.

Se acercó a la enfermera y quiso levantarla. En el proceso, las heridas de sus piernas se abrieron y se ensució con el tibio carmesí que brotaba del pecho de Miriam. La enfermera ahogó un quejido de dolor al ser movida.

—¿A dónde la llevas, enfermo? —reclamó Sandra.

Joel, sin responder, salió de la oficina. Llevaba a Miriam en sus brazos, la vida de la enfermera se apagaba frente a él, jamás vivió una experiencia así, creía que la muerte era algo divertido, como en los videojuegos o las películas; sin embargo, estar frente al desvanecimiento de la vida era traumático, triste, agónico. Joel detestaba esta realidad, empezaba a odiar el nuevo mundo. Ya no se veía como un exterminador de zombis, quería volver a la casa de sus padres con sus consolas y películas serie B, quería regresar a su cuarto donde su madre entraría para servirle la comida, donde se podría masturbar con tranquilidad. Llegó al borde que usaban Rubén y Walter para salir de la notaría. Abajo aún aguardaban algunos no muertos —que llegaron siguiendo la sombra de Rubén— dando pasos como si de borrachos se tratase.

«Aún esta tibia», pensó «será rápido». Deslizó a Miriam por el canto y de inmediato las manos de las criaturas se alzaron para recibirla con sus garras esqueléticas y sus ojos lechosos. Era un grupo grotesco. Miriam aún no estaba muerta cuando sintió el frío agarre de los cadáveres. «Así no». Trató de recordar a alguien que hubiera sido especial en su vida, pero no tenía a nadie. Su marido era un idiota y su hija, peor. Nunca tuvo a nadie y estaba bien. Ser patética estaba bien. «Así no, por favor», rogaba no ser devorada, rogaba no morir hecha pedazos. Los reanimados se rasgaban las cuerdas vocales reclamando la comida; por las comisuras putrefactas de sus labios brotaba la mermelada negra y pestilente que ahora llevaban por sangre. Gotas negras cayeron en el rostro de la enfermera que tenía la visión borrosa. «Así no», y por fin murió.

Joel quiso quedarse a observar, pero su corazón latía tan fuerte que lo sentía por encima de su piel. Se alejó de la perturbadora escena y fue en busca de la hoja de afeitar.

[1]    Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades/Centers for Disease Control and Prevention.

[2]    Organización Mundial de la Salud/World Health Organization.

[3]    Instituto médico militar de investigación de enfermedades infecciosas de los estados unidos /United States Army Medical Research Institute of Infectious Diseases.

Autora: Poldark Mego Ramírez
Género: Novela
Subgénero: Ciencia ficción
Tamaño: 14.8 x 21
Páginas: 192
Papel: Avena 80 gr.
ISBN: 978-612-4449-24-6
Sello: Torre de Papel

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