Tierra-2
Historias de ciencia ficción

por Eduardo Burgos

TC-2

Los estaban clonando, poco a poco, con movimientos silentes y selectivos. Los duplicaban para esconderlos en algún lugar del infinito cosmos.

El doctor Neil Hammer evaluaba la noticia con el aire de una disimulada preocupación, y es que el éxito de desenmascarar a los culpables estaba relacionado directamente con el éxito de su experimentación. Los duplicados estaban siendo llevados hacia otro planeta, creando una civilización completa, donde eran tomados como fichas de reemplazo cuando era necesario efectuar algún tipo de fraude en la Tierra. Jueces, políticos, atletas, funcionarios… Cualquiera podía ser abducido y cambiado por su clon, con instrucciones específicas de operar en beneficio de sus inescrupulosos creadores.

—Doctor, creo que estamos listos. Hoy quisiera llegar temprano a casa…

La voz de su asistente hizo que Hammer se sacudiera la cabeza y retornara al presente. Debía efectuar otra prueba de irradiación no ionizante en esa misma noche. Caminó por su laboratorio en medio de máquinas gigantes y monitores dispersos, dirigiéndose hacia el tablero maestro de tonos brillantes que había desarrollado en medio de la gran pared posterior. Dansk, el asistente, arrastró una lámpara cerca de la puerta de entrada produciendo un rechinido opaco sobre el piso. Allí lo esperaba amarrado a una silla con una antigua cuerda el nuevo acusado destinado para el examen.

—¿Continúa sedado? —preguntó Neil.

—Lo suficiente —le respondió Dansk—. Lo trajeron hace poco. Este tipo no ofrecerá tanta resistencia como los anteriores, doctor. Si los ajustes han sido los correctos, cantará como ave en feria.

Hammer observó su reloj y respondió por inercia.

—Dudo que en tu corta vida hayas podido ver una feria, muchacho.

—No me culpe, doctor —rio—. Mis abuelos hablaban mucho de ellas, aunque creo que tampoco pudieron ir a alguna. Fueron mis tatarabuelos los que tuvieron esa suerte —chasqueó los dedos delante del tipo atado a la silla y este no se movió—. Está listo. Si todo va bien le faltará aliento para decirnos lo que sabe.

—Con que hable me conformo —Hammer desarrolló una combinación holográfica en el tablero y unas luces verdes le iluminaron el rostro—. Por cierto, Dansk, recuerda colocarte los lentes. La última vez no te cubriste el rostro y corrimos con suerte de que no termines como un zombi o discapacitado.

—No se preocupe, doctor. Tengo un cerebro fuerte.

—O tal vez tienes una piedra en la cabeza.

Rieron.

Se colocaron los lentes de protección y se acercaron al equipo. La lámpara, similar a una de las empleadas en las obsoletas intervenciones quirúrgicas, se erguía delante del hombre a quien había de alumbrar a los ojos. Las frecuencias modulantes viajarían desde la retina hasta el cerebro desinhibiendo los mecanismos de protección consciente, y ante cualquier pregunta formulada el individuo respondería abiertamente y sin reparos. Si lograban que delate a sus cómplices o a su siguiente golpe tendrían rastro de los implicados en el delito de clonación; solo así podrían dar por exitosa la misión encomendada.

Neil Hammer tragó saliva y dio la orden de inicio.

—Comencemos…

Un sonido agudo rasgó el apesadumbrado aire nocturno y algunas de las máquinas aledañas emitieron un resplandor siniestro. Dansk verificaba algunas conexiones en tanto el brillo de la lámpara se acrecentaba reduciendo a sombras cualquier luminiscencia circundante. El sujeto a prueba contemplaba la luz con expresión alelada, hasta que una explosión fulminante estalló en su rostro propagándose por todas las paredes, equipos y monitores. Hammer, desde el tablero maestro, observaba a través de sus lentes con los labios apretados, mordiendo sus dientes unos contra otros y frotando sus dedos con una nerviosa insistencia. En cuanto la iluminación corriente del laboratorio se restableció, corrió hacia la silla y levantó al hombre bajo estudio por el mentón.

—Dime quién eres y a qué amo sirves…

Pero solo recibió un balbuceo por respuesta.

—Está arruinado, señor —murmuró el asistente, quitándose los lentes—. No es más que materia básica para trabajo manual aeroespacial. Otro que debe ser llevado para la educación inicial.

Neil Hammer quiso susurrar una grosería y se irguió con un movimiento violento. Dio una vuelta por el laboratorio a pasos rápidos y retornó delante del sujeto, que no hacía más que observar a todas partes con una sonrisa boba y con la boca abierta.

—De acuerdo, Dansk —se resignó—. Llévalo al Centro de Rehabilitación para instrucción elemental. Tenemos la mente de un niño de cinco años en el cuerpo de un hombre de cuarenta y cinco, así que con algo de suerte podremos convertirlo en obrero y reasignarlo a alguna de las cadenas de minería lunar.

—¿Piensa acompañarme, doctor?

—No tengo tiempo, muchacho. Debo realizar nuevos cálculos por lo que queda de la noche. Intento evitar una guerra ocasionada por falsos mandatarios, la Federación Integrada Terrestre necesita respuestas antes de que los maleantes terminen por reemplazarnos a todos con nuestras copias —observó a su asistente de reojo y entrecerró los párpados—. ¿Qué me asegura que tú no eres uno de esos clones dedicados a sabotear mi experimento?

—¿Y qué me asegura que usted no es el doctor sino un esqueleto orgánico cuya orden es sabotear los resultados?

Volvieron a reír.

—En décadas anteriores, muchacho, una respuesta así te habría valido una buena corrección física.

Dansk empezó a juguetear con los lentes mientras se acercaba al tipo que se encontraba sujeto a la silla.

—He visto algo sobre esas épocas en nuestros proyectores, doctor, pero no creo que usted fuera capaz de lanzar un golpe aunque su vida dependiera de ello —arrugó el entrecejo y miró al científico de arriba abajo—. Pero no discutiría con usted, tiene extremidades largas y robustas y de seguro sus ataques podrían ser efectivos. ¿Alguna vez ha pensado en combatir?

El científico se acomodó la bata blanca con la que solía desarrollar sus experimentos mientras caminaba ojeroso hacia el tablero maestro. Sus pasos, uno a uno, producían un eco cristalino con el golpe de sus zuelas contra el piso de polímero brillante.

—Mi objetivo es evitar los combates, joven amigo, no crearlos —suspiró.

Apoyó una mano en la pared tratando de contener una fuerte presión en la cabeza. Hammer había buscado respuestas y solo tenía errores, y si el tiempo llegaba a su culmen no quedaría más que reprimir a los enemigos por medio de la acción violenta. No lo permitiría. Dio orden verbal y las plantillas de cálculo aparecieron en algunos de los monitores, mientras que el asistente terminaba de desatar al infortunado sujeto de prueba y lo llevaba de la mano hacia la puerta de salida. Hammer realizaba extrapolaciones y virtualizaba datos simulando nuevas iluminaciones sobre modelos cerebrales más recientes.

—No debería exigirse tanto, doctor —le dijo Dansk—, no creo que quiera terminar como alguno de estos sujetos —señaló al hombre que llevaba consigo y se dirigió a la puerta—. ¿Por qué no me acompaña y vamos por algo de café sintético? Hay poco flujo en los transportadores y solo demoraremos un par de minutos. Luego yo me iré a casa y usted volverá para hacer números.

Hammer manipulaba funciones holográficas en las pantallas, perdido en un infinito mundo numérico desde el que respondió sin voltearse.

—No esta noche, muchacho —sonrió—. Vete y dales mis saludos a tus padres. Ha sido una semana difícil, y si gustas tómate el día de mañana.

No se giró para ver a su joven asistente despedirse antes de atravesar la puerta. Hammer se quedó solo en el sofisticado laboratorio.

***

Ciencia, todo se reducía a eso.

Hammer sabía que la más magnífica de las existencias escondía renglones que hasta los más perversos se atrevían a tratar de descubrir. Todo conocimiento exhibía un lado oscuro que, lejos de la propagación del bienestar, podía infestar el cosmos en la búsqueda de placeres y beneficios egoístas, y con el transcurso de los años él había empezado a odiar eso. Décadas anteriores el viaje espacial había rasgado un nuevo velo hacia la exploración del universo, y tras los estudios y extracción de nuevos recursos cientos de aplicaciones se asomaban en beneficio de la Tierra. El cáncer, por ejemplo, empezó a ser tratado por la radiación selectiva de los nuevos metales raros descubiertos; pero esos mismos metales raros, extraídos del cinturón de asteroides de las inmediaciones del gigantesco Júpiter, permitían copiar el código genético de un individuo solo por simple contacto, para reproducirlo después por emisión espectroscópica en la intimidad de algún laboratorio clandestino. De una década para otra, la fórmula de unicidad que cada persona llevaba impresa en la intimidad de su ser se había convertido en un código visible y fácilmente copiable, y así se podía obtener un maniquí que sería empleado como frío remplazo de un original, ya sea para ocultar un delito o bien para perpetuar uno.

Y los ocultaban en otro planeta. El hombre se había sentido tan solo en el espacio que había optado por copiarse a sí mismo.

—Oiga, doctor Hammer —ingresaron dos uniformados al laboratorio sujetando un nuevo sospechoso—, aquí le traemos un nuevo voluntario. Otro valiente que intentó jugar al todopoderoso y que se niega a cooperar con la justicia.

—¡No cooperaría contigo ni aunque el planeta fuera a explotar, vendido! —dijo el tipo, haciendo fuerza como si se tratara de una bestia enjaulada—. Si me lo propusiera fabricaría diez mejores que tú, luego te desintegraría y arrojaría al basurero. ¡Ni siquiera tienes la orden para alumbrarme con esa cosa!

Apuntaba a la lámpara que había en el centro con una boca rugiente y una quijada sudorosa.

—Si no tiene orden, agente —dijo Neil Hammer—, me temo que no puedo proceder.

—Delito de grado ocho —dijo el que no había hablado, mostrando la brillante identificación del Juzgado Terrano Federal—. No se requiere de una orden, puede iluminarlo directamente.

Hammer se acercó a observar con ojos entrecerrados, luego movió el soporte del equipo y caminó a pasos cortos hacia el tablero de control.

—Mi asistente acaba de irse, caballeros —les dijo—, así que sujeten bien al tipo en esa silla —señaló la que había usado minutos antes—. Lamento que se vean forzados a usar unas obsoletas sogas, es solo que la sujeción por campo magnético cerebral puede interferir con la radiación de campo que yo empleo.

Los agentes asintieron y empezaron a amarrarlo con la misma soga que Dansk había dejado sobre el piso, mientras que el reo resoplaba bufando amenazas y liberando improperios. Hammer se acercó a la lámpara en cuanto calculó que ya no había peligro de que el sujeto se le abalanzara para romperle el cuello o destrozarle la garganta.

—Iniciaré la irradiación —les previno—. Por favor, no efectúen una observación directa hacia la luz. Un error y podrían terminar relegados al trabajo manual por lo que queda de su carrera.

Los agentes sujetaron a la víctima y se giraron para evitar la visualización frontal.

—Eres un iluso y no sabes lo que haces… —le dijo el prisionero a Hammer, apretando los dientes—. Si tuvieras idea de lo que te estás metiendo, abandonarías el proyecto y te largarías a vivir en paz mientras pudieras.

Hammer tragó saliva, volvió hacia el tablero esquivando equipos y monitores y activó el mecanismo de disparo. El sonido del artefacto rasgó el aire como si se tratara del chirrido de un insecto, el juego de luces y penumbras volvió a repetirse y en cuestión de segundos la iluminación completa se había apoderado del laboratorio, solo para dejarlo después con el mismo aire súbito con el que había aparecido.

Neil Hammer se acercó al paciente y levantó su rostro por la barbilla.

—Dime quién eres y a qué amo sirves…

No terminó de hablar cuando delante de él se desató un gruñido, seguido de maldiciones y unos dientes que intentaban arrancarle tantos dedos como les fuera posible. Hammer dio un traspié y se replegó tiritando antes de que su mano terminara cercenada, el prisionero lo observaba con ojos diabólicos y sonreía de lado dejando entrever unos cadavéricos dientes.

—Lo único que deseo servirme es tu cuello para cenar… —fue la respuesta.

Los agentes se giraron y tras dos movimientos violentos el sujeto había sido noqueado. Por unos segundos el laboratorio quedó suspendido en un cuadro de silencio y brillos opacos, arrastrando una fragancia a sudor que hería el olfato con impresiones de miedo y furia. Empezaron a desatar al desafortunado, lo levantaron como peso muerto y observaron antes de retirarse del laboratorio.

—Según vemos su artefacto aún no funciona, doctor.

—Descuiden, lo hará pronto.

—“Pronto” no es suficiente. La Federación necesita respuestas.

Hammer se reincorporó llevando inconscientemente su mano derecha hacia el pecho.

—No puedo permitirme entregar una investigación incompleta —logró articular.

—¿Y podría permitirse un asesinato por sabotaje, doctor?

Neil Hammer detuvo sus inquisitivos ojos sobre los miembros del Juzgado Terrano Federal. No terminaba de recuperarse de una primera amenaza y parecían avizorarse vestigios de una segunda. Se tomó un instante antes de reanudar la charla, instante permitido por los agentes mientras aseguraban al hombre inconsciente.

—Desconozco a qué se refieren, señores.

—A que hemos sido notificados de la captura de un nuevo clon, doctor Hammer. Hace poco, a la salida de sus instalaciones.

Neil sintió como una presión incipiente se empezaba a desarrollar sobre su pecho. Un clon, una misión. Alrededor suyo los monitores relampagueaban cubriendo rostros y palabras con brillos y contrastes negros, y Hammer retrocedió unos pasos sujetándose del armazón de la lámpara que en ese instante carecía de radiación y vida. Dio una inhalación profunda, dejó que algunos nombres desfilaran sobre su mente y mencionó las clásicas preguntas temiendo ya conocer de antemano la respuesta.

—¿Un clon? Es imposible. ¿Aquí, afuera, ahora? ¿De quién se trata?

Los agentes acomodaron al presidiario, que resbalaba por encima de sus rígidos hombros desarreglando sus impecables uniformes. Parpadearon sin alterar su expresión y sentenciaron como para librarse de aquel fastidioso pendiente.

—Nada serio, doctor, procure tomarlo así. Se trataría nada menos que de su menor asistente.

***

Hammer tomó asiento y se apoyó en uno de sus ampulosos equipos.

Dansk, un clon. No podía corroborar la información. ¿Estaría esperando a que el invento se perfeccione para después atacarlo quién sabe con qué objetivo? Respiraba con la boca abierta y frías gotas de sudor resbalaban de su frente. Durante días o semanas ni siquiera se había apreciado un cambio notable, era el mismo muchacho tranquilo llegando por la mañana y despidiéndose por la noche. Dansk, ¿en qué momento? ¿Cuándo habrían hecho el cambio? ¿Cuándo notaron sus investigaciones?

La Federación le había brindado garantías protocolares, reserva absoluta, fondos ilimitados. Era prioridad encontrar a los traficantes, pero fueron los traficantes quienes lo encontraron a él. Maldijo. Entrecerró los ojos y observó la lámpara, de pie, apagada, sostenida por el parante metálico regulable. No había hecho cambios por los últimos tres días y solo había obtenido sujetos bobos tras los segundos de radiación a los que eran sometidos.

Todos irradiados.

Todos idiotizados.

Todos excepto uno…

El último. No había perdido la memoria, pero tampoco brindado una respuesta. Era el único caso extraordinario de grado ocho traído en los últimos días por dos agentes federales. Se acarició la mano derecha por reflejo tras recordar esos satánicos ojos deseosos de probar su sangre, pero también asaltó a su mente la sugerencia que aquel le diera de retirarse y abandonar el proyecto. Manotazos de ahogado, tal vez, pero lo cierto era que era el único que no había sido afectado por la irradiación de la lámpara.

¿Por qué?

Se levantó, apretó sus manos una contra otra y se dirigió a la puerta esquivando bultos y equipos. Necesitaba explicaciones y tal vez James Tourles podría dárselas. Era inconcebible que no hubiera sido capaz de distinguir a un clon estando junto a él, pero era aún peor para él dejar un cabo suelto que su ciencia no pudiera explicar.

Dio orden verbal y el laboratorio se sumió en oscuridad y penumbras. Por un momento pensó en ocultar la lámpara, pero su ordinaria apariencia la hacía lucir poco atractiva al lado de las pantallas y complejos accesorios mecánicos de los que se encontraba rodeada. La duda había anidado en su cerebro resultándole poco convincente la situación del último preso, así como la de su joven asistente.

Amanecía, salió y tomó un transportador rumbo hacia la Federación.

Llegó después de una hora o dos.

***

James Tourles arqueó las cejas en cuanto vio a Neil Hammer ingresar por la puerta de su despacho privado.

—No tiene usted una cita programada tan temprano, doctor Hammer.

Hammer caminó sin responder palabra hasta que estuvo frente al enorme escritorio vidriado de Tourles. Era una oficina más bien convencional, teniendo en cuenta de que pertenecía a uno de los principales federados del gobierno terrestre.

—Por favor, preferiría no usar los protocolos —le dijo—. Sabe que tengo licencia para entrevistarme inopinadamente, federado, así que vengo a preguntar por Dansk —frunció el ceño—. ¿Así que siempre fue un clon? ¿Cómo fue que se terminaron por dar cuenta?

Tourles asintió fijando en él los ojos y sonriendo de lado. Dejó cuanto estaba escribiendo y se cruzó de brazos apoyándose sobre el escritorio.

—Los métodos de la Federación son estrictamente reservados, doctor, y su licencia no es suficiente para cuanto intenta usted averiguar —bajó la vista a sus papeles—. Ahora estoy ocupado, así que tendré que pedirle que se retire, a menos que desee que lo evacúe por medio del eyector de gravedad que usted mismo diseñó.

Hammer reconoció en la voz una inflexión de amenaza en tanto sostenía el aplomo que solo podía tener un científico ante la búsqueda irrefrenable de la verdad. Tourles no podía denigrarlo así, al hacerlo no lograría más que un conflicto y la reprobación global de la comunidad científica. Sus patentes habían contribuido a la propagación de las rutas espaciales y eran indispensables en el desarrollo de la minería en astros y asteroides.

—Federado Tourles, me parece que no entiende —inició con tono protocolar—. La Federación Integrada me encomendó el diseño de un aparato no invasivo que pueda detectar a los clonadores haciéndolos confesar, ¿recuerda? Pues bien —irguió la cabeza—, de un momento a otro sus agentes se aparecen en mi laboratorio indicando haber encontrado un maravilloso ejemplar de un duplicado, ¡nada menos que en mi propio asistente! —apretó los puños—. Sin duda deben tener tecnología avanzada para determinar, sin contacto, quien es falso y quién no, ¿verdad? Si esa tecnología es posible, federado, me parece que tengo derecho a conocerla.

Tourles tomó aire, se levantó y con él se corrieron las paredes laterales grises retráctiles de su elegante oficina, dejando en su lugar unas placas de cristal sólido que dejaban ver unos exquisitos jardines detrás de ellas. La iluminación solar reemplazó a la delicada energía artificial, y el paisaje cambió de ser puramente logístico a exhibir una mezcla elegante de ciencia y naturaleza.

—Doctor Hammer, por favor… —Tourles dio unos pasos cortos—. Respeto su impecable trayectoria y sé lo que es capaz de hacer, pero en este preciso instante no le puedo atender. Me ocupo de situaciones indispensables para nuestra civilización.

—Detectar una mafia que secuestra individuos y los reemplaza por copias es un asunto bastante indispensable, federado.

—Hasta que el asunto se escapa de las manos, doctor —liberó un suspiro amargo que se mezcló con el gorjeo de algunas aves detrás de los cristales—. Hemos detectado más clones entre nosotros.

Hammer sacudió la cabeza y trató de corroborar la información.

—¿Más clones? Eso no es posible.

—Lo es, doctor —Tourles regresó al escritorio y se apoyó sobre él con los puños—. Su proyecto no era el único en pie para proteger la integridad de nuestro planeta, como podría imaginar. Desarrollamos un ajuste fino con otro notable científico, logramos identificar a los clones empleando la misma radiación de los metales raros extraídos de las minas espaciales —giró la cabeza para observar las plantas dejando que la luz solar ilumine su imperturbable rostro—. La frecuencia cerebral que emiten las copias es diferente, Hammer, una posible alteración en el hemisferio cerebral que controla el comportamiento consciente, pero bueno… —volvió a tomar asiento—. Diría que esos dobles son seres incompletos, sin alma ni pasado cierto, cuyo cerebro nos es posible rastrear. Así que, como comprenderá, la Federación prescindirá de su proyecto. Acabo de autorizar una acción ofensiva para exterminar el problema de raíz.

Hammer escuchaba haciendo deducciones lógicas hasta que la última frase dio una bofetada a su entendimiento. ¿Cancelar el proyecto? Recibió la noticia como una lanzada a corazón abierto, en tanto una sucesión de imágenes desfilaba dentro de su sorprendida mente. Noches sin dormir, horas de cálculo y toneladas de frustración treparon a su garganta dándole vida a un nudo que apenas le permitía respirar. Lo que necesitaba eran respuestas y acababa de obtener el término de sus investigaciones.

—Perdone, federado, ¿dijo usted que cancelarían mi proyecto?

—Es correcto.

—Disculpe, pero no pueden hacer eso.

—Acabo de firmar la orden.

—¡Pues es una orden inválida! —el tono en la voz de Hammer espantó algunas de las aves detrás de los cristales—. Esa es una orden que corresponde a presidencia, y usted es solo el segundo federado más antiguo. No tiene competencia en esa jurisdicción, hablaré con el que esté al mando.

Tourles escuchó con política paciencia, tomó asiento y las paredes retomaron su ubicación inicial. Inmersos en el aire formal de una oficina diplomática, inhaló a profundidad y realizó una casual pregunta en tono amable y conciliador.

—Dígame, doctor Hammer… ¿Qué opina usted de los clones?

Neil Hammer arrugó el entrecejo ante la contrariedad del súbito cambio de tema. No había llegado al lugar por clases de filosofía, y ninguno de sus asuntos todavía había sido resuelto.

—Me parece que la pregunta no viene al caso, federado.

—Oh, sí que lo viene —objetó Tourles—. Usted ha empleado horas de su vida en tratar de encontrarlos y yo en tratar de detectarlos. No se busca algo sin un objetivo de por medio, doctor, y todo esfuerzo tiene una finalidad. Dígame ahora, ¿qué opinión tiene usted de ellos?

El científico soltó un pesado suspiro y respondió casi por sortear el contratiempo más que por la atención que le solicitaba el funcionario.

—Creo que son seres cuya existencia debió evitarse.

—Entonces está de acuerdo en que sean eliminados…

—No fue lo que dije, federado. Si existen, tal vez merezcan un tratamiento diferente.

—¿Diferente? No pretenderá igualarlos a usted, o a mí.

—Aunque comparten el mismo código.

—Eso no los hace iguales.

—Tampoco son muy distintos.

—¡Sí que lo son, Hammer, por Dios! —Tourles no parecía darse cuenta de su excitación—. Son cascarones sin esencia, doctor. ¿Cómo puede igualar una copia al nivel de usted mismo? —se incorporó haciendo rodar el asiento—. Nada es lo que parece, Hammer, y usted lo debería saber mejor que nadie… Una cosa así se puede parecer a cualquiera de los dos, ¡pero no somos usted, o yo! ¿Ve y entiende la diferencia?

Hammer apretó los puños y respondió conteniendo su impaciencia. No podía permitirse de ningún modo la acción violenta, aunque quizás Dansk tenía razón y él realmente tenía cierto potencial combativo.

—¿Y a qué viene ahora toda esa serie de deducciones, federado?

—A que la eliminación es la única solución, Hammer. Le mencioné que detectamos a los clones por la modificación de sus frecuencias cerebrales.

—No necesita ser redundante.

—Pues es por esa gran superposición de frecuencias que encontramos el planeta escondite, doctor Neil Hammer. —Tourles le fijó la mirada—. La frecuencia cerebral de un individuo es apenas detectable a algunos metros, pero si juntamos miles o millones de ellos es posible que se propague por el espacio. ¿Se da cuenta de la magnitud de la situación? —los ojos le brillaron con un contraste profundo—. Para que haya sido encontrado quiere decir que la cantidad de clones ha dejado de ser despreciable. Nuestro planeta copia está relativamente cerca, Inteligencia lo llama Tierra-2, o para abreviarlo, TC-2. Comparten nuestro mismo sol, pero los avances tecnológicos y el lugar son tan similares que de alguna manera permanecen ocultos a nuestros satélites. Los clones de los individuos secuestrados se esconden allí, a pocos kilómetros de aquí. Si los clones se encuentran en ese lugar, podemos suponer que quienes los producen también.

Neil Hammer efectuaba deducciones a partir de los principios lógicos expuestos por el exasperante federado. Visualizó, en el espacio, una civilización cultivada, que inició quizás en medio de un planeta incipiente, expandiéndose a pasos cortos, existiendo por los indescifrables caprichos del azar y las empañadas voluntades de terceros. Tal vez, en esa tierra, habían también caminado a pasos desnudos, bebían la misma agua y desarrollaban una incipiente ciencia, ¿cómo saberlo? Incluso, en medio de ellos, quizás alguien como él iba en busca de respuestas en medio del laberinto de su complicada existencia…

—¿TC-2, federado?

—Gracioso, ¿no es cierto?

—Deme algo más de tiempo. Los podremos interceptar antes de que ejecuten más reemplazos. Evitemos una guerra, son hombres y el matarlos sería tanto como cometer homicidio.

Tourles tomó su bolígrafo apretándolo con tal fuerza que liberó el típico sonido crujiente propio de la fractura del polímero liviano del que estaba hecho.

—¿Hombres dijo, doctor? ¿Entiendo que seres humanos? Niega usted la esencia intangible del individuo, que se eleva por encima de la simple biología, señor Hammer. ¿Qué me dice del ser, del espíritu, del “yo interior”? No, doctor, nosotros somos especiales, un clon siempre será una burda aproximación. ¿Puede asegurarme la incorruptibilidad de su mente? —hubo silencio—. ¿Acaso tal vez la existencia de su alma? ¿Puede asegurarme al menos la integridad de su conciencia?

Hammer observó el lapicero roto con pequeños fragmentos incrustados en la mano de James Tourles. Los límites de la ciencia a la que estaba acostumbrado empezaban a hacerse borrosos en esas realidades intangibles.

—Puedo asegurarle que comparten nuestro código genético, federado. El orden de las células sin duda puede influir en la existencia de una conciencia.

—Puede… células… ¡Bah, son simples envolturas, doctor! ¡Y si tanto le preocupaban pudo empeñarse en terminar su lámpara cuando todavía estábamos a tiempo! Ahora es tarde, su investigación ha sido suprimida y nuestra torre de desenlace nuclear se encargará del resto. Desapareceremos TC-2 y nos quedaremos con nuestra única Tierra. Ahora puede retirarse. Buenos días.

Neil Hammer frunció el ceño avanzando a pasos firmes y cortos. Se detuvo justo enfrente del ampuloso escritorio. La luz artificial de la oficina proporcionaba contrastes grises entre sus pómulos salidos y sus ojos hastiados por la noche sin dormir. James Tourles levantó la cabeza arrugando la frente y apretando los labios, el científico empezaba a abusar de su valioso tiempo.

—Le dije que esa orden le corresponde a presidencia, federado, y hablaré con el presidente en este preciso instante —protestó Hammer—. Si no me lo piensa conceder por la razón, desconozco cuáles medios podría ser capaz de utilizar…

Hammer escuchó su propia voz y se dio cuenta de que estaba hablando en serio. James Tourles se levantó haciendo rodar la silla hacia atrás, pero en esa oportunidad las paredes grises permanecieron en su lugar. Presionó un botón oscuro debajo del tablero de su escritorio y dejó que una corriente de aire se adentrara en la oficina, arrastrando un aroma metálico que se impregnaba en la lengua y la garganta. Hammer lo observó con leves gotas de sudor sobre su frente, temiendo ser eyectado por el sistema de alarma que él mismo había diseñado años atrás, pero no hubo un cambio de presión apreciable en el ambiente y Tourles tampoco se veía alarmado. Dedujo simplemente que en alguna de las paredes debía de haberse abierto alguna puerta encubierta.

—Será imposible hablar con el presidente, doctor Hammer —inició Tourles—. Ya nadie puede hablar con él. Por favor, le pido que me siga, y le mostraré la importancia de terminar con TC-2 —caminó hacia una entrada que acababa de abrirse cerca de la puerta de salida principal de la oficina—. Después de esto terminará de comprender mis razones. Esta guerra ya inició, y ha empezado a cobrar sus primeras víctimas. Nuestro querido presidente ya no se encuentra con nosotros.

Hammer abrió los ojos como jamás pensó que sería capaz de hacerlo.

—Federado, ¿cómo dice? ¿Es que acaso lo asesinaron?

—No precisamente, doctor —Tourles liberó un suspiro amargo—. Los infelices lo clonaron, y tras descubrir que era un clon el que nos gobernaba no me quedó más opción que proceder a desintegrarlo.

***

—¿Asesinó al presidente?

Tourles apretó los puños y se giró envuelto en furia.

—¡No al presidente, Hammer, sino a un maldito clon, por Dios! ¡A un saco de huesos sin alma, ser ni existencia! —Tourles se adentró en la puerta recién abierta con Hammer detrás de él— El presidente intentó destruir nuestra única arma, doctor, la torre que le estoy a punto de mostrar. Quería dejar vivo a TC-2 para que sus superiores continúen con su porquerizo trabajo de “reposición”. Tuve mis dudas respecto de sus últimas órdenes y le practiqué un análisis de frecuencias en secreto. En cuanto lo descubrí y encaré él trató de asesinarme, así que me defendí y lo desintegré primero. Tengo testigos del enfrentamiento.

Neil Hammer caminaba siguiendo al federado dentro de un pasillo metálico con una iluminación mortecina. Avanzaban uno tras otro, dejando escuchar sus pasos como una serie de aplausos metálicos envueltos en una siniestra frecuencia rítmica. Hammer apretó los labios. Si Tourles tenía razón entonces el asunto parecía grave: los clones eran peligrosos y quizás sí se debían destruir. Agachó la cabeza sin evitar sentir una opresión amarga en el estómago, el federado estaba en lo correcto y él debió de moverse rápido, ahora un derramamiento de sangre parecía ser inevitable. Con una lámpara operativa habrían detectado a los responsables, tomado acción con ellos y evitar los albores de una guerra, pero lo único que tenía era un aparato que embrutecía a algunos y no hacía nada a otros. Cálculos errados, material gastado, noches de trabajo vacías. Observó cabizbajo el estrecho piso brillante haciendo esfuerzo en aceptar el siguiente e inevitable paso para la solución del problema.

Él había fallado.

—¡Aurg… Mmm… D…tor…!

Oyó unos balbuceos y reconoció esa voz fría y agria. Habían salido del pasillo hasta un ambiente circular que tenía una torre armada en el centro. Alrededor existía un sistema de jaulas, todas vacías a excepción de una. Desde adentro un hombre delgado con ojos profundos y dientes cadavéricos sonreía con placer sádico relamiéndose los labios en cuanto Hammer le fijó la mirada.

—Ese es el hombre que me llevaron anoche… —murmuró.

—Deshecho, querrá decir —le cortó Tourles—. Ese esperpento es un clon, contratado para sabotear nuestra torre de desenlace nuclear. Lo tenemos inactivo mediante sujeción con campos magnéticos apuntados directamente a su cerebro, y el pobre diablo ni siquiera logra moverse, hablar o pensar con claridad. Lo que cometió fue un delito de grado ocho y por eso lo llevamos en directo hacia usted, confiando en que podría sonsacarle algo, pero creo que ya conoce lo que pasó.

James Tourles ni siquiera volteó la mirada, gesto que Hammer tomó como una nueva recriminación. Levantó la vista y observó la torre que se erigía frente a él. Tendría unos cuatro metros, armada en un soporte metálico brillante, con algunas incrustaciones grises sobre la superficie que identificó como materiales semiconductores. No encontró cables y dedujo que el circuito debería ser integrado. En el tope contaba con una punta similar a una antigua lanza, lo que supuso era el diseño de un potente disparador hacia algún amplificador que debía encontrarse en el espacio.

—¿Piensa destruir un planeta con esa torre, federado? —preguntó.

—Que no le engañe el tamaño, doctor —Tourles se detuvo y se cruzó de brazos—. El interior de la torre contiene un potente material radiactivo. Bastan algunos kilogramos para amplificarlos y proporcionar suficiente energía a los núcleos de todos los átomos existentes en TC-2. Eso originará que se separen, ya sea materia orgánica e inorgánica. Ese falso planeta se diluirá en el universo como si fuera sal en agua.

Neil Hammer recorría el recinto circular subiendo y bajando la mirada, observando la misteriosa torre en todos sus ángulos, escuchando los balbuceos ahogados del hombre que la noche anterior tratara de asesinarlo.

—¿De verdad piensa ejecutar el plan, federado?

—¡Oh, con un demonio, puede apostar a que sí, doctor! —señaló la jaula donde estaba encerrado el sujeto que Hammer había tratado de interrogar la noche anterior—. ¡Ellos ya han intentado hacerlo, Hammer!, ¿qué cree? ¡Ese infeliz, ese remedo de hombre, ingresó anoche para activar la torre y reflejar su energía hacia nuestro propio planeta! Tenía en su poder códigos de acceso, ¿sabe usted proporcionados por quién…? ¡Pues por nuestro querido falso presidente! Lo detuvimos a tiempo, o en este momento estaríamos dispersos partícula a partícula en el infinito espacio, ¿lo ve? Hammer, ¿aún no se da cuenta? ¡Un clon, aquí, tratando de sabotear nuestra defensa! El otro estaba en su propio laboratorio, doctor, nada menos que su asistente Dansk. Debió verlo ayer también, el muy inofensivo, peleando como una fiera con tal de no ser capturado. Trató de asesinar a nuestros hombres y tuvieron que desintegrarlo en el lugar —sacó de su bolsillo una pequeña placa similar a un disco—. Tengo la grabación aquí, Hammer, ¿desea verla? Tal vez su tranquilo asistente, una de estas noches, lo pensaba matar y llevarse su cabeza dentro de su mochila. ¡Estamos en guerra, doctor, o ellos o nosotros! ¡Teníamos dos grandes proyectos y trataron de sabotear a los dos! ¿Quería respuestas?, ¡pues ya las tiene! ¿Entiende ahora, o prefiere esperar a que uno de estos le arranque la tráquea de una mordida?

Tourles ladeó la cabeza hacia la jaula y Hammer se llevó la mano al cuello en un acto involuntario. Las deducciones eran obvias, si habían acontecido dos eventos nada evitaría que se sucediera un tercero.

La torre brillaba con un resplandor metálico profundo que invitaba a sumergirse en su cristalina superficie, liberando al aire un tintineante sonido propio de todos los objetos impecables. Las delicadas líneas conductoras de energía eran casi imperceptibles al tacto, y reflejaban un entorno lúgubre adornado de barrotes y vibras ansiosas e indecisas. Hammer se alejó en dirección de una de las jaulas vacías. Necesitaba un poco de espacio y suponía que James también.

—Soy el máximo federado ahora —reinició James Tourles, recuperando el aplomo—. No piense que soy partícipe del ataque y exterminio como primera opción, doctor. Soy un hombre diplomático, pero desafortunadamente las cosas pocas veces salen como todos queremos —metió ambas manos en los bolsillos—. Lamento los reclamos, en serio, en verdad hubiéramos preferido capturar a los culpables con el uso de su experimento, pero hay eventualidades que escapan a nuestro control. Permítame tomar las decisiones difíciles, doctor, usted vaya a su laboratorio y reanude sus investigaciones. Continúe con su vida y procure vivir en paz, y si algún día necesita un fondo, por favor no dude en pedirlo.

Autor: Eduardo Burgos
Género: Cuento
Subgénero: Ciencia ficción
Tamaño: 14.8 x 21
Páginas: 112
Papel: Avena 80 gr.
ISBN: 978-612-4449-25-3
Sello: Torre de Papel

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